Cuando los adolescentes huyen de la voz

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Escuchar… escuchar sigue siendo un milagro que no debería perderse...

Diluvia. El cielo abre sus compuertas como si quisiera borrar las calles y devolvernos al mar. Manejo con los limpiaparabrisas a toda velocidad, intentando ver entre los destellos de agua y la neblina que cubre el parabrisas. Necesito hablar con mi sobrino para coordinar un encuentro, pero él, en su adolescencia digital, decide que la voz es un lujo innecesario. No contesta el teléfono. En cambio, me manda mensajes de WhatsApp. Escribe. Siempre escribe.

Yo, desesperada, con el volante entre las manos y el corazón en la garganta, pienso que nada puede ser más absurdo: ¿por qué elegir teclear letras diminutas cuando lo más sensato es una llamada de treinta segundos? Pero no. Me llegan notificaciones que apenas alcanzo a leer en medio del aguacero: “Tía, aquí estoy”, “¿a qué hora llegas?”, “mejor dime por aquí”. Lo que para él es natural, para mí se vuelve una especie de tortura épica, una tragicomedia entre la modernidad y el sentido común.

Y no es un caso aislado. Lo he comprobado una y otra vez: los adolescentes de hoy prefieren escribir antes que hablar. Huyen de la inmediatez de la voz, de la improvisación que exige una llamada. Se sienten más seguros detrás de un teclado, con tiempo para pensar, borrar, corregir y luego enviar. La escritura se ha vuelto una muralla protectora, un filtro que evita tartamudeos, silencios incómodos o emociones que no saben nombrar.

La paradoja es hermosa y triste a la vez: nunca antes se había escrito tanto, y nunca habíamos estado tan desconectados de la voz del otro. Ellos no quieren oír respiraciones al otro lado de la línea ni lidiar con los tonos de enojo, de cariño o de impaciencia. Prefieren palabras planas en una pantalla, adornadas con emojis que sustituyen abrazos, risas y hasta lágrimas.

Entiendo que su mundo va a otra velocidad, que lo inmediato no es ya la llamada sino el mensaje que se puede responder en diferido. Entiendo también que para ellos la voz suena demasiado invasiva, demasiado definitiva. Y sin embargo, confieso que extraño esa otra inmediatez: el “¿dónde estás?” con el ruido de fondo, el “ya voy para allá” dicho con prisa, la risa espontánea que no necesita emoticones.

Mientras escribo esto, recuerdo mi propia desesperación bajo la tormenta. No era solo el agua golpeando el coche: era la sensación de que algo tan humano como la voz se está diluyendo, igual que las calles inundadas de aquella tarde. Y pienso que quizá, en unos años, alguien tendrá que enseñarle a otra generación cómo se escucha un “hola” al teléfono. Cómo la voz tiembla, cómo acaricia, cómo irrita o cómo salva.

Porque al final, escribir es hermoso. Pero escuchar… escuchar sigue siendo un milagro que no debería perderse.

Paty Coen

Revista Réplica