Justicia Social, anhelo de México (Segunda parte)

Réplica y Contrarréplica
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SÍNTESIS HISTÓRICA DE LA FORMACIÓN DEL CONGRESO CONSTITUYENTE

Se ha repetido con insistencia que desde la caída del general Porfirio Díaz los gobiernos revolucionarios han sido el producto de un “retroceso democrático”. Por eso creo necesario analizar esta cuestión que afecta no sólo a la elección de diputados al Congreso Constituyente, sino toda la vida política de nuestro país.

GOBIERNO DEMOCRÁTICO

Es sabido que nuestro régimen político oficialmente es “republicano, democrático, representativo y federal” y que no existe en el mundo una sola nación en la cual las características de una democracia se encuentren en toda su perfección. Menos aun podría pretenderse tal perfección en un país de nivel cultural tan bajo, en el que predomina un gran número de analfabetas fanatizados por la Iglesia romana a cuya mayoría, bajo amenaza de diablos y de castigos divinos, exige una cierta obediencia a sus actividades de carácter político.

Las características de la democracia, según su clásica definición, son cuatro:

La primera, que sea un gobierno del pueblo; es decir, que quienes lo componen no pertenezcan a la teocracia, al grupo que obedece órdenes y recibe instrucciones para servir a los intereses económicos y políticos de las asociaciones sacerdotales denominadas Iglesias.

La segunda, que los elementos del gobierno democrático no pertenezcan a la llamada aristocracia, que les es por naturaleza antagónica, pues se trata de individuos que se consideran a sí mismos superiores en derechos y privilegios a las clases populares, e invocan una pretendida nobleza de sangre y un poder de dominio basado en sus grandes posibilidades económicas.

La tercera característica de un gobierno democrático consiste en que sus finalidades sean para el pueblo, de tal suerte que su programa de acción ponga los intereses de la colectividad por encima de los derechos individuales. Y que, en consecuencia, se exima de proteger la explotación del hombre para beneficio de determinados grupos privilegiados, así como en caso necesario, restrinja sin temor los derechos individuales de propiedad, o cualesquiera otros, cuando lo exija la conveniencia de la sociedad.

Finalmente, la cuarta característica de todo gobierno democrático consiste en que la voluntad del pueblo decida quienes han de integrarlo. Esta voluntad debe manifestarse a través de la opinión pública, ya sea por medio de la expresión escrita de los nombres de sus elegidos o por el mecanismo de la emisión y cómputo de los votos. Otro tipo de designación es la de aquellas agrupaciones obreras, campesinas, de intelectuales, burócratas, etcétera, que forman una indudable mayoría del país y que al postular a un candidato en verdad representativo, los demás grupos quedan necesariamente derrotados, aun antes de la ceremonia mecánica de depósito y cómputo de los sufragios.

Si los gobiernos revolucionarios, y con ellos el Congreso Constituyente, se formaron con ciudadanos pertenecientes al Partido Democrático; si el programa de gobierno que la Constitución de 1917 ha impuesto a los regímenes que de ella han emanado, es sin lugar a dudas para el beneficio de los intereses populares; y si los hombres que han integrado estos mandatos fueron electos por la voluntad del pueblo que dio su triunfo a la Revolución, no es posible, sin apasionamiento, hablar de “retroceso democrático”.

Ahora, mejor que en ninguna otra época, (1965), se han podido reunir el mayor número de características de tales gobiernos, aun cuando por las condiciones especiales de nuestra población no se haya logrado una impecable mecánica de expresión del voto.

La Iglesia católica romana, que actúa como partido político desde que existe en nuestro país, sabe muy bien que si le dejan manos libres en la elección de nuestros gobernantes (sin que las organizaciones revolucionarias de obreros, campesinos y trabajadores en general, sean advertidos del peligro que corren siguiendo el camino que les señalaron los propagandistas del partido de la misma iglesia), el resultado sería totalmente antidemocrático: sus candidatos, por ser súbditos de la teocracia italiana, tratarían de formar un gobierno al servicio del amo extranjero y con todas las demás características de aquellos que por desgracia han existido ya, bajo el patrocinio de tal asociación sacerdotal.

Es tiempo de que hablemos a este respecto con absoluta franqueza. Si los gobiernos liberales y la revolución socialista actual han procurado atar las manos de la Iglesia romana en el campo político, es principalmente porque a esa área ha querido la Iglesia llevar sus actividades. Para nadie es un misterio que el misticismo idolátrico que se impuso con el nombre de religión católica a las antiguas creencias de nuestros indios, tiene como característica especial la obligación de votar –bajo amenazas del infierno– por los candidatos de sus organizaciones más o menos disfrazadas. El surgimiento del Partido Católico Nacional, la Unión Nacional Sinarquista y el Partido Acción Nacional, se inspiró en las ideas de obediencia ciega a las directrices políticas del Vaticano. Esta es la más importante razón por la cual los constituyentes de Querétaro quisimos aislar a todas las Iglesias del campo político, en el que la romana se ha empeñado en actuar.

Para poder apreciar nuestra obra y con el ánimo de que los compatriotas penetren al fondo mismo del pensamiento Constituyente, es indispensable recordar cuál era el entorno político, cómo fue constituido el Congreso, qué decía el proyecto original de esa Ley Fundamental, cómo se desarrollaron los trabajos que la dejaron al fin en la forma en que fue promulgada.

Las consideraciones que nos han impulsado a emprender esta tarea son múltiples. Una de las principales es la desorientación que se nota, no sólo en la opinión pública, sino también entre determinadas autoridades ejecutivas y en los poderes legislativo y judicial.

Creo que no se ha comprendido el objeto que entonces perseguimos, los estudios que hicimos y los fundamentos que tomamos en cuenta para decidir incorporar en la Constitución, los preceptos legales que cambiaron radicalmente la forma antigua de las leyes típicamente liberales y aun el fondo mismo de ellas, que consideraban los derechos individuales como absolutamente intocables y dejaban únicamente al criterio de las autoridades judiciales los casos raros, en que por graves prejuicios sociales, pudieran ser estos derechos en cierta forma restringidos.

Nosotros pensamos que en lugar de legislar conforme a las reglas de determinada escuela jurídica, debíamos sujetarnos a las muy especiales condiciones de la población que representábamos. Optamos por una forma de tipo socialista en la que primero que cualquier otra idea, se tomara en cuenta el beneficio social, y a fin de lograr el mayor provecho para la colectividad, se restringieran en la Constitución, hasta donde fuera preciso, los derechos individuales de propiedad, culto público religioso, de enseñanza etcétera.

De esta forma la Constitución de México se adelantó a todas las del mundo. Fue la primera que legalizó esos derechos sociales, y sin dejar de considerar prioritariamente las garantías individuales que la Revolución francesa conquistó para el mundo, estableció un nuevo derecho constitucional fundándose en el principio de que por encima de las prerrogativas del individuo, la ley debe garantizar las de la sociedad. La teoría fundamental de nuestra actuación legislativa puede resumirse en las siguientes frases:

No hay ley alguna que por el mismo hecho de existir no se convierta en restricción o norma jurídica impuesta a la libertad absoluta del individuo, en beneficio del orden social. Toda calamidad social debe ser destruida o combatida por la ley, aunque para lograrlo sea preciso imponer determinadas restricciones a las garantías individuales.

Esos conceptos son los que no han podido entender o no han querido aceptar los más atrasados partidarios del absolutismo teocrático. Al conocer la primera Constitución socialista del mundo, algunos liberales del siglo XX se confundieron por sus prejuicios técnico–jurídicos. Sin embargo, y como una respuesta a las mentes oscurantistas, muchos de los artículos de nuestra máxima Ley han sido copiados por juristas de diversas naciones de la Tierra. La Constitución que ellos llamaron “almodrote” porque no fue hecha de acuerdo a los dictados de la vieja escuela jurídica, superó con creces la estrechez de su cerebro, donde encontró abrigo el pedrusco que se incrustó como consecuencia de la fidelidad inconmovible que profesaban al dogmatismo de su tiempo.

Cuando nuestra obra fue promulgada; cuando los sabios juristas de gabinete se calaron las gafas y leyeron con burlona sonrisa los artículos de la Ley Suprema, que más parecen gritos de angustia de un pueblo que se muerte de hambre, ahogado por la miseria y por el fanatismo, que artículos constitucionales apegados a los cañones jurídicos, lanzaron con despectiva suficiencia y por todo comentario la palabra: ALMODROTE:

Hace cuarenta y ocho años que la Constitución se encuentra en vigor (ahora son noventa y dos). Y ésta robustece cada día la convicción de que interpreta los verdaderos ideales de la Revolución. Esta opinión que es expresada abiertamente por algunos de sus primeros enemigos, ha venido a defraudar las esperanzas de quienes aseguraban que no duraría cinco años, o de quienes pretendían ignorar el papel que le estaba reservado en la evolución social de nuestro pueblo.

En México y en el extranjero las medidas restrictivas de la intromisión en los asuntos políticos, impuestas a las confesiones religiosas por la Constitución de 1917, son las más incomprendidas, y por lo tanto las más criticadas. Esto se debe a que se ignora o se quiere olvidar el papel de verdadero partido político que la Iglesia romana ha desempeñado aquí; lo mismo sucede con la propaganda que tal institución sacerdotal hace, llamando persecuciones religiosas a las consecuencias lógicas que resultan de las derrotas en el campo de su acción exclusivamente política.

Originó enconadas críticas el hecho indiscutible de ser la nuestra, como he dicho, la primera Ley fundamental que conformó a una nación bajo esos principios, y la circunstancia de que los derechos individuales restringidos afectaran profundamente viejos privilegios, intereses creados y doctrinas jurídicas tenidos hasta entonces por intocables. La inconformidad surgió de quienes vieron reducidos sus medios de explotación de las necesidades individuales para sus muy particulares beneficios económicos y en los que han fortalecido sus tendencias de dominación política, al amparo de una absoluta libertad para encauzar a su antojo y en su provecho económico, el sentimiento religioso del pueblo.

Por esta razón, uno de los motivos de ataque más furiosos contra la Constitución de 1917, ha sido el que originaron las disposiciones que hicieron del poder civil el único con derecho a colocar bajo su autoridad a todos los habitantes del país, cualquiera que sea la religión que profesen o la jerarquía eclesiástica que ostenten. Sin discutir los dogmas de creencia alguna, siempre que no pretenda hacerse dogma de fe la obediencia a la ley, el mandato de la Constitución deja en libertad absoluta a todos los habitantes de México para profesar la religión que les acomode. Sin embargo, restringe el derecho individual de expresar esa creencia en actos de culto público, entendiéndose por éste el que se practica fuera de los templos. La experiencia señala que este tipo de manifestaciones religiosas han originado con dolorosa frecuencia y casi siempre por culpa de los católicos romanos, motines, desórdenes, saqueos, incendios y asesinatos; actos contrarios a la conservación del orden y a la conveniencia social, que según nuestra Constitución, está por encima de los derechos individuales.

Al ir a Querétaro, sin preocuparnos de tecnicismos legales anticuados, impusimos sobre esas frías fórmulas la calidad e imperiosa necesidad de mejorar en lo posible, las condiciones de vida del pueblo de México. Nos sirvió entonces de guía lo expresado más tarde por el propio episcopado en un documento que dirigió al presidente Plutarco Elías Calles:

... la ley no es la única fuente del derecho, ni la única norma de la moralidad... hay derechos y deberes anteriores y superiores a toda ley humana, sobre los cuales debe basarse la ley misma...

Esta afirmación, que los obispos quisieron hacer valer para declararse ellos en posesión de una suprema orden revelada por Dios, para que la ley se hiciera a su conveniencia, es la gran justificación de la Revolución socialista de México, que implantó en su Constitución como derechos y deberes anteriores y superiores a toda otra ley, la necesidad de libertad y alimentación suficiente para las grandes mayorías trabajadoras.

Los derechos anteriores a toda ley escrita de que hablaron los obispos, no pueden ser los emanados de una supuesta delegación del llamado poder divino– alegado sin prueba alguna de seriedad aceptable–, sino los derechos del pueblo a la libertad y a la vida; al logro del justo y suficiente pago de su trabajo; al gozo del producto de la tierra que labra con su agotante esfuerzo; a que se le dé ciencia y razón en las escuelas en lugar de dogmatismo irracional; el derecho de tener un gobierno representante único de la autoridad que en él ha delegado, que ni tolere pretendidas potestades espirituales que sólo buscan la posesión de los bienes materiales, ni deje imperar sobre los trabajadores la voracidad de los “hombres de orden”, que lucran con el esfuerzo ajeno.

Esta doctrina política de la Revolución fue la que amparó las credenciales de los Constituyentes de Querétaro y la que normó sus tendencias. Entendimos que preparar ante todo el “material humano” de esas mayorías hambrientas y decepcionadas, dándoles al mismo tiempo la posibilidad de ejercitar sus derechos políticos y la oportunidad de exigir legalmente los elementos de vida indispensables a todo ser humano, eran la condición esencial para establecer un gobierno democrático.

Por estas consideraciones expreso nuestra idea respecto al tipo especial de Constitución que deberíamos adoptar para nuestro pueblo, con las siguientes frases:

No pensamos modernizar la ley para que, una vez reformada, se adaptara a las prescripciones de determinadas escuelas jurídicas. Debíamos legislar para el bienestar y no para el halago de 20 millones de mexicanos, cuyas características de miseria material por la explotación despiadada del hombre, y de miseria moral por habérseles negado la instrucción, requerían leyes que pudieran dar como resultado el adelanto material y moral, la victoria sobre el fanatismo religioso–político y sobre la incultura, aun cuando para ello, vuelvo a repetir, se necesitara restringir los derechos individuales.

 

LAS IDEOLOGÍAS DEL CONGRESO CONSTITUYENTE DE 1917

Los enemigos de la Revolución hicieron y hacen la propaganda –que halaga a los mal intencionados y engaña a los ingenuos– de que tal Asamblea se compuso de dos grupos distintos. El más numeroso – dicen ellos – seleccionado por los gobernadores y comandantes militares de los estados en que dominaba el carrancismo. Y otro formado por jóvenes entusiastas revolucionarios de ideas, pero de escasa o ninguna cultura, dominados a su vez por un reducido número de intelectuales designados por el primer jefe para elaborar, desde Veracruz, en los días de su estancia en el edificio de Faros, un proyecto de reformas a la Constitución de 1857, que fue llevado a Querétaro para que, en ocho semanas como máximo, se firmara, entre discursos de elogio a la Revolución y a su caudillo, y se diera a conocer como su grande y luminosa concepción.

La realidad fue muy distinta. Cuando la historia juzgue con imparcialidad la labor de los Constituyentes de 1917, recordando que la efectuaron en dos meses de intenso trabajo y que estuvieron ausentes los intereses personales y no así las amenazas del todavía poderoso grupo villista, será cuando se reconozca que implantamos al proyecto presentado por el primer jefe de la Revolución, las más trascendentales reformas.

Cuando se comprenda el alto ejemplo de civismo democrático dado por Venustiano Carranza, al aceptar sin la menor objeción, protestando guardar y hacer guardar la nueva Constitución, que reformó sustancialmente su proyecto original; cuando se analice el hecho de que estuvimos divididos con puntos de vista antagónicos que fueron la expresión de la libertad absoluta que caracterizó a nuestros trabajos, será cuando se valore el esfuerzo democrático del Constituyente.

Cuando se entienda que con respecto a la Iglesia romana, el desconocimiento de su personalidad jurídica no se inspiró en el odio sectario ni en la ignorancia de lo que ha sido y sigue siendo esa asociación sacerdotal (toda vez que la conocimos mucho mejor de lo que ella misma se imagina), podrá apreciarse entonces que las disposiciones que la Constitución contiene, restringiendo la intromisión política de tal asociación, fueron tomadas en contra de un verdadero partido político, enemigo de la libertad y de los derechos sociales.

El Constituyente estuvo integrado por quienes resultamos electos por nuestros respectivos distritos, bajo la indudable influencia que en el pueblo ejerció el triunfo de la Revolución Constitucionalista. Fuimos elegidos en verdaderos comicios, que si no fueron un dechado de perfección democrática, tuvieron indudablemente que ser la expresión de la voluntad popular, toda vez que ésta acababa de manifestarse no sólo por los votos emitidos en las urnas, sino al darnos en los campos de batalla un triunfo aplastante contra todos los esfuerzos de los grupos reaccionarios.

Es cierto que no se admitieron como candidatos a las elecciones de constituyentes a quienes con las armas en la mano o embozados en diversas actividades, actuaron como enemigos de la Revolución. Esto no es nada nuevo en la historia política del mundo: al triunfo de revoluciones sociales como la nuestra, con aspiraciones de constituir un país con otras tendencias políticas, es lógico que para formar la nueva Constitución se escojan elementos pertenecientes al movimiento triunfante, no así entre los enemigos derrotados cuyo sistema caduco flageló al pueblo durante años. Lo mismo sucedió en México que en cualquiera de los viejos países de Europa que pasaron por un movimiento social similar al nuestro y que los tienen como modelos de pueblos civilizados.

Los derrotados sostienen siempre que las nuevas Constituciones de los pueblos no han sido dictadas por representativos de toda la nación. Lo mismo en Polonia, en Hungría, en Checoslovaquia, que entre nosotros: se grita que la mecánica electoral fue defectuosa, que los triunfadores conculcaron el voto del pueblo, olvidando que fue ese pueblo quien hizo triunfar a los representantes de las nuevas ideas.

El licenciado Emilio Rabasa, en su obra La Constitución y la Dictadura, dijo respecto a las elecciones de los diputados constituyentes de 1857:

 

...el sistema establecido por la convocatoria era nada menos que el mismo de la Constitución Centralista del 43, que era ex profesamente para dar a Santa Anna el mayor poder que fuera posible. Tal sistema, ideado por el poder absoluto y perfectamente adaptado a su objeto, fue el escogido para iniciar la época de las libertades públicas (1857); y ya se comprenderá que si en cualquier país culto, hubiera imposibilitado la manifestación de la libertad popular, en México imponía a los gobiernos locales, aun la necesidad de suplantarla. Fueron los gobiernos locales los que designaron a los nuevos legisladores, aunque haya sido con la libertad restringida por los compromisos emanados de la Revolución y la conveniencia de la política de partido. Entre los defectos antidemocráticos establecidos por el sistema de la convocatoria, estaba el de que un solo colegio electoral nombrara a todos los representantes de un estado lo que excluía la más remota posibilidad de la representación de las minorías en una entidad federal... la política de conciliación entre las facciones liberales era una tendencia general en el país y los gobernadores la seguían al designar diputados al Congreso. El hecho es que en casi todas las diputaciones se confundían las opiniones extremas; las listas fueron obra de los gobernadores y sus amigos y del espíritu conciliador no escapó el mismo Juárez, que puso entre los diputados oaxaqueños a don Pedro Escudero y Echánove, cuyo moderantismo estaba sobre un fondo conservador y que era desconocido en Oaxaca...

Si nuestra elección tuvo los inconvenientes del momento de la lucha armada como por ejemplo la pureza de la mecánica democrática, nada tuvimos que envidiar a los ilustres constituyentes del 57. Por otra parte, nuestros enemigos vencidos en la lucha armada hubieran quedado inconformes aun con la más pura de las elecciones políticas, en la que con seguridad también habrían sido derrotados.

¿Acaso algún reaccionario usará como ejemplo la elección de aquella “asamblea de notables” convocada por ellos para tomarle el pelo al pobre Maximiliano, diciéndole que México entero lo llamaba a reinar...? De esa elección se escribió lo siguiente:

 

...Forey, sin más ni más, nombró una alta junta de gobierno, cuyos 35 miembros procedían en su mayoría de las filas del partido conservador... Esta junta eligió a su vez, como hacía ya tiempo que se había decidido en Europa, una regencia provisional, formada de acuerdo con las decisiones tomadas por el general Almonte, por el obispo de Puebla, Pelagio Antonio de Labastida, nombrado Arzobispo de México y por el general Mariano Salas, por fin se llegó a la formación de la Asamblea Nacional. Esta misión fue también encomendada a la Junta. La Asamblea debía componerse de 315 personas de prestigio, principalmente de vecinos de la capital. Si se tiene en cuenta la composición de la Junta, se comprenderá que la elección recayó de un modo exclusivo sobre personas conservadoras, que se mostraban en todos sentidos dóciles a los deseos de Francia... En lugar de comedia de enredo se había representado una farsa. A los organismos así nombrados se les dio el derecho de determinar la futura forma de gobierno. Así se decidió, como se había deseado en París, que en México debía establecerse la monarquía hereditaria y que la corona imperial se ofrecería al archiduque Fernando Maximiliano; asimismo, se decidió que se reservara a Napoleón III, el derecho de proponer otro príncipe en caso de que el archiduque no aceptase. Esta última decisión de la Asamblea tenía que producir a todo mexicano un efecto realmente humillante.”

Este sistema electoral es el de los partidos políticos de la Iglesia romana que tan inconforme se muestra con la elección de los Constituyentes de 1917. Fuimos a Querétaro 218 ciudadanos de casta revolucionaria por la voluntad del pueblo, que como en 1824 y en 1857 fue expresada por la voz de los rifles.

Entre los diputados constituyentes de 1917 figuraron los intelectuales que, comisionados por el señor Carranza, habían redactado en colaboración con él, el proyecto llamado Reformas a la Constitución de 1857. Pero para evitar posteriores discusiones el documento debió haberse designado Nueva Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

La naturaleza especial de esta ley hecha para el pueblo y no con el intento de forzarlo a ajustarse a un cartabón legal, de ninguna manera gustó a quienes no conciben leyes fuera de las escuelas jurídicas inglesa, francesa o rusa.

Demos una mirada a los grupos que se formaron en el Congreso Constituyente y examinemos sus tendencias a través de los comentarios de dos destacados compañeros: el licenciado Luis Manuel Rojas, presidente, y uno de los hombres más cultos con probados antecedentes de liberal clásico, y el licenciado Hilario Medina, Ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que honró con su talento y dinamismo lleno de acción cultural, a nuestro grupo, al que se llamó jacobino por sus marcadas tendencias socialistas. El licenciado Rojas externó en la tribuna del Congreso, los siguientes conceptos que constan en el Diario de los Debates.

En este recinto hay dos grandes grupos: el de los individuos de la derecha y el de los de la izquierda. Estos dos grupos han venido representando una tendencia bien definida, bien marcada. Hay un grupo de diputados de cerca de cincuenta o sesenta miembros que son las personas que tienen, por circunstancias especiales, el propósito de sostener en este Congreso el proyecto del ciudadano primer jefe tal como fue presentado; y tienen esa obligación moral, por varias razones: algunos porque han contribuido a darle forma jurídica; es natural que estos señores tengan la obligación de ser mantenedores de sus ideas; otros porque son adictos personales del primer jefe, que no quieren discrepar de sus ideas; y otros por circunstancias especiales que no puedo mencionar, porque escapan en estos momentos a mi perspicacia, pero creo que todas esas circunstancias son dignas de encomio, y forman ellos lo que a mi juicio debe llamarse el grupo liberal carrancista. Hay además otro grupo formado por casi más o menos el mismo número de diputados. Estos apreciables compañeros nuestros se han caracterizado porque representan el criterio francés en la política en todos los casos, y lo han manifestado así hasta en sus pequeños detalles. Por consiguiente, cuando se clasifique históricamente a los partidos que indudablemente se han de formar, que han de nacer para bien de la República de este Congreso, porque se necesitan para que haya democracia, que no podría existir sin que haya varios partidos, van a ser: el liberal clásico que representa los principios conquistados por los pueblos de habla inglesa y que reclaman los antecedentes de la Constitución de 1857; y el de los que quieren o toman como modelo a la culta y heroica Francia que nos ha dado también libertad y hermosos modelos que imitar. Pero creo que para la designación inmediata y transitoria, la denominación propia–no hablo de la denominación histórica que va a convenir y que debe ser respetable –, la denominación propia es, liberales carrancistas y jacobinos obregonistas.

Por su lado el señor licenciado Hilario Medina, que formaba parte del grupo de diputados constituyentes a quienes el licenciado Rojas calificó de jacobinos obregonistas, expresó su opinión en el autógrafo que bondadosamente dedicó al autor de este libro al término de los trabajos del Constituyente:

...dos tendencias, futuros partidos hay en la Cámara, y éstas son de ideas: la que quiere la reforma política o democrática y la que pretende la reforma social. El artículo tercero, la legislación del trabajo y el artículo 130 son pertenecientes a la reforma social y ésta se ha obtenido gracias al llamado grupo jacobino. El artículo 130 conseguido en gran parte por el compañero Álvarez, distingió dos cosas: la religión y el clericalismo y es una medida de defensa eminentemente social...”

Salta a la vista que lo de liberales carrancistas y jacobinos obregonistas fue solamente un ardid político del licenciado Rojas. Esto es porque de la exposición de ideas de su discurso no se deduce que las denominaciones sean correctas. En aquel entonces la designación fue sello de la intriga política que quiso hacer aparecer al general Obregón como interesado en contrariar la tendencia del grupo liberal. Ello ahondó la división que ya se perfilaba y que ha dejado en nuestra historia amargos y de sobra conocidos resultados, circunstancia que nos permiten apreciar la refinada astucia de la derecha.

Y ahora que no hacemos política sino que presentamos verdades con la intención de orientar el criterio de las generaciones futuras afirmo, apelando al testimonio verbal y escrito de todos los compañeros sobrevivientes de nuestro grupo, que jamás recibimos indicación alguna del general Álvaro Obregón, y que si bien, es muy natural que como revolucionario radical que fue, haya visto con gusto la tendencia nuestra a implantar la reforma social, nunca se mezcló en nuestra discusiones, ni trató directa o indirectamente de influir en el grupo socialista. Las sugerencias o indicaciones que pudo haber expresado, conociendo su carácter y entereza, estamos seguros que las habría hecho directamente al señor Carranza y no a grupos del Congreso Constituyente.

Quiero expresar mi opinión sobre las tendencias políticas de los diversos grupos en que pudo considerarse dividida la Asamblea Constituyente de 1917. Para ello me baso en las opiniones anteriormente transcritas y en las emitidas en sus interesantes libros por los compañeros Félix F. Palavicini y Juan de Dios Bojórquez, aun cuando tengan una muy natural tendencia partidista, así como en nuestra personal y atenta observación de lo sucedido en aquellos tiempos.

En realidad no existieron grupos parlamentarios organizados en ese Congreso. Para poder designar a los que se formaron como verdaderos grupos parlamentarios, sería preciso que hubieran tenido al menos una directiva que normara la inscripción de miembros, reglamento de acción, compromiso de votación, etcétera. Pero nada de eso tuvieron, y el único grupo que manifestó alguna cohesión y demostró sujeción absoluta a una tendencia determinada, fue el que Luis Manuel Rojas califica como “...el de los que tenían el propósito de sostener el proyecto del primer jefe tal como fue presentado...”.

Tres grupos y no dos fueron en nuestro concepto los que se formaron con los 218 diputados constituyentes de 1917. El primero, el más numeroso y el más rebelde a cualquier intento de organización efectiva dentro de sus labores parlamentarias – lo demostró el resultado de las votaciones–, fue el revolucionario socialista ("jacobino obregonista" según Rojas y “de los que pretendieron la reforma social”, según Medina).

El segundo grupo estuvo formado por los incondicionales del proyecto Carranza, que de acuerdo a la observación de Rojas, representaron los principios conquistados por Estados Unidos de Norteamérica y por Inglaterra: “los pueblos de habla inglesa”, los que “reclamaron los antecedentes de la Constitución de 1857”; el grupo de los que “por ser adictos personales del primer jefe, no quisieron discrepar absolutamente de sus ideas”. Y aquellos a quienes Hilario Medina calificó como el grupo de los que “quieren la reforma política o democrática”.

El tercero y último grupo, también muy de tomarse en cuenta, fue aquél que no pertenecía a alguno de los anteriormente mencionados: eran los independientes, cuya votación a uno u otro bando se inclinaba según su conveniencia.

Al hacer hoy la síntesis histórica del Congreso Constituyente de 1917, se alborota el polvoso rincón de nuestros viejos recuerdos. Nos parece ser llamados de nuevo a aquella ciudad limpia y risueña que fue tumba de un imperio y cuna de los ideales nuevos convertidos en leyes. En el hoy derruido Teatro de la República, pretendemos reconstruir aquel ambiente de cuarenta y ocho años atrás. con la bulliciosa reunión de los Constituyentes en su constante trabajo de enjambre rumoroso, y nos parece volver a ver al grupo respetable de inteligentes, cultos y ponderados compañeros, a quienes la inquietud picante de la entonces juventud revolucionaria apodó el Apostolado y los que duchos en las lides parlamentarias, veían con piadosa sonrisa a los entonces inexpertos jacobinos que con su indisciplina y sus divisiones se dejaban ganar las votaciones a pesar de contar con el doble de adeptos.

¡Qué anhelo tan grande de trabajo hubo durante la gestión de nuestra Carta Política! Jamás se suspendía alguna sesión por falta de quórum, había dos diarias y ocasionalmente hasta tres se celebraban en el mismo día: la primera a las nueve, la segunda a las quince horas y la tercera a las veintiuna horas. Casi todos nos encontrábamos reunidos. Había además fuera de Cámara la reunión de las comisiones encargadas de formar los proyectos de las disposiciones que no venían en el texto original, que también fueron de trascendencia por tratarse de capítulos hoy conocidos como Ley del Trabajo y Ley Agraria y otros no menos importantes. Colaboraron en estas reuniones ciudadanos de gran valor pero ajenos al Congreso, como el señor general José Inocente Lugo, el señor licenciado Molina Enríquez y otros más.

¡Qué ausencia total de interés monetario egoísta en todo aquel ambiente! Felices con nuestras dietas de diez pesos diarios en relucientes monedas de oro nacional, vivimos humilde pero decorosamente, sin pensar en los “riesgos parlamentarios” ni en las gratificaciones de fin de labores. Sin que hubiéramos tampoco tenido el bochorno de saber de algún compañero que hubiera llevado su entusiasmo a la gama ruidosa de los balazos tan en boga en aquel periodo constitucional.

¡Qué noble y qué grande vemos ahora la majestuosa figura del señor Carranza! a pesar de cuantos errores puedan después atribuírsele. Respetó con dignidad la libertad de las deliberaciones de los diputados constituyentes; fue como un faro luminoso que se levantó enhiesto para protestar democráticamente el cumplimiento de la Constitución, a pesar de que su proyecto original había sido reformado tan profunda y radicalmente.

En aquel entonces, después de su protesta para respetar la nueva Constitución, dijo a un grupo de diputados constituyentes socialistas:

 

El proyecto que yo les presenté, tenía necesariamente que ser moderado, tanto por corresponder a mi personal carácter de encargado del Poder Ejecutivo de la Nación cuanto para evitar que se dijera que ustedes habían venido a firmar y a aplaudir ideas que no eran suyas. Las adiciones al Plan de Guadalupe, mi discurso de Hermosillo y muchos de mis bien conocidos antecedentes, deben recordarles que soy tan radical y tan revolucionario como ustedes; pero así podrá verse que dentro del marco moderado que yo presenté como Proyecto de Constitución, fue la Revolución misma, representada por todos ustedes, la que convirtió en leyes los anhelos del pueblo mexicano. Las reformas implantadas por ustedes van a afectar grandes intereses creados, tanto en nuestro país como en el extranjero y en estos momentos en que el problema militar es todavía serio, pueden constituir una bandera para los rebeldes. De todas maneras yo cumpliré y haré cumplir esta Constitución, aun a costa de mi vida...

Creemos que las palabras del señor Carranza, que tan brillantemente pintan su carácter, no deben perderse. Por ello las transcribimos con la intención de rendirle un homenaje respetuoso reconociendo su valía como caudillo de nuestro movimiento de reforma social.

PERFIL DE ALGUNOS DIPUTADOS

Más de un centenar de compañeros nuestros se nos han adelantado en el viaje final (1965). Menciono algunas de las intervenciones tal como quedaron grabadas en nuestra mente y en nuestro corazón.

Junto a la ponderada ecuanimidad y reconocida competencia del señor licenciado Enrique Colunga, brillaron por su agresividad inteligente e incansable, Froylán C. Manjarrez, Rafael Martínez de Escobar y Luis Espinoza. También destacó la personalidad llena de simpatía del francote norteño don Manuel Amaya que nos daba trato de chicos de escuela; la ponderada seriedad de los señores Ramón Ross, Flavio A. Bórquez y Carlos M. Esquerro, jacobinos inquebrantables a pesar de sus años; y el doctor Lorenzo Sepúlveda y don Nicéforo Zambrano que lucían sus barbas respetables que dieron nombre al Apostolado. Todos ellos con su trayectoria inmaculada de entrega al servicio de sus ideales supieron cumplir hasta la muerte. Junto con ellos todos los demás que cruzaron el umbral inmenso que oculta a la humanidad el gran misterio, recibirán en no lejanos días la gratitud y los honores que la patria les debe. Nosotros los recordamos aquí con gran cariño y con un efusivo “hasta pronto” que nos está marcando ya el sol en occidente.

Mencionaré los nombres de varios compañeros, de sus tendencias políticas en el Constituyente con la intención de aportar hechos a los historiadores. Antes de relatar datos rigurosamente verídicos quiero subrayar que no existían antecedentes de la filiación política de cada uno de ellos, ni tampoco grupos parlamentarios organizados. Por ello me he visto precisado a catalogarlos, como quedó asentado, partiendo de la observación personal, de las intervenciones que aparecen consignadas en el Diario de los Debates, y de las ideas que muchos de ellos dejaron escritas cuando me dedicaron el pensamiento que conservo como un tesoro.(Algunos de los 200 autógrafos se reproducen en este libro).

Fueron todos revolucionarios sinceros, con diferentes puntos de vista que revelaban la absoluta libertad de pensamiento y acción que caracterizó a lo que era el Congreso Constituyente. No deseo lastimar en lo más mínimo a ninguno, cada uno en su grupo obró leal y patrióticamente de acuerdo a sus convicciones.

Entre los incondicionales del proyecto del señor Carranza o liberales clásicos figuraron en forma prominente: Luis Manuel Rojas –uno de sus líderes– Félix F. Palavicini, José Natividad Macías, Alfonso Cravioto, Marcelino Dávalos, Manuel Amaya, Nicéforo Zambrano, Fernando R. Lizardi, Lorenzo Sepúlveda, Enrique O’Farril, Ramón Frausto, Carlos Duplan, José J. Reynoso, Gersayn Ugarte, Manuel Zepeda Medrano, Federico Ibarra, los generales Cándido Aguilar y Antonio P. Navarrete y algunos más que en total formaron un bloque de casi 60 diputados.

Del grupo socialista, al que Luis Manuel Rojas apodó jacobinos obregonistas, que pugnaron por reformar el proyecto Carranza para introducir las reformas que establecieron los derechos sociales, destacaron los siguientes: licenciados Hilario Medina, Andrés Magallón, Rafael Martínez de Escobar, Luis Espinoza, José María Truchuelo, Alberto M. González, Ignacio Ramos Praslow, Antonio de la Barrera, Francisco Ramírez Villarreal, Ismael Pintado Sánchez y Porfirio del Castillo; los doctores Jesús López Lira, Amadeo Betancourt, Cayetabo Andrade, Manuel Martínez Solórzano, J. Pilar Ruiz, Miguel Alonso Romero y Fidel Guillén; los profesores Jesús Romero Flores y Luis G. Monzón: el periodista Froylan C. Manjarrez; los señores Antonio Ancona Albertos, Juan de Dios Robledo, Román Rosas y Reyes, Uriel Avilés, Carlos L. Gracidas, Bruno Moreno y Carlos M. Esquerro, Flavio A. Bórquez, Ramón Ross, Juan de dios Bojórquez; ingeniero Pastor Rouaix y Rafael Martínez, y los señores generales Francisco J. Mújica, Esteban Baca Calderón, Amado Aguirre, Heriberto Jara, Juan Aguirre Escobar, Reynaldo Garza, Martín Castrejón, Gabriel R. Cervera, Ignacio L. Pesqueira y el que esto escribe con otros más que conformaron en un número de cien aproximadamente, el grupo de constituyentes socialistas.

Los independientes, cuyos componentes votaban indistintamente con nosotros o con los clásicos, eran sólo unos 20 compañeros entre los cuales destacaron por su interesante labor de estudio y de orientación los señores licenciados Paulino Machorro Narváez, Enrique A, Enriquez, David Pastrana Jaimes, Eliseo L. Céspedes, Enrique Colunga, José Silva Herrera, Crisóforo Rivera Cabrera, Rafael Martínez Mendoza; doctor Gilberto de la Fuente; general Salvador González Torres y don Amador Lozano.

El tiempo que nos permitió estrechar la amistad e identificarnos aún más por el común objetivo patriótico, formó entre los supervivientes una verdadera hermandad. Todos coincidimos en que la Constitución de 1917 es una obra de conjunto y que en ella tanto valor tiene la labor inteligente, tesonera y patriótica del grupo que colaboró con el primer jefe en la formación del Proyecto de Reformas a la Carta Magna de 1857, como valiosos fueron el entusiasmo, la decisión y visión política de quienes logramos imponer las radicales reformas que reconocieron jurídicamente los derechos sociales, las conquistas obreras y campesinas, y restringieron por ley suprema la injerencia de las Iglesias en la vida política del país: artículos 3ro, 27, 123 y 130.

Pero tales ideas redentoras no fueron exclusivamente del grupo socialista mexicano del Constituyente. Pugnaban por convertirse en leyes, desde que el gran Morelos las esbozó tan brillantemente hace más de cien años. Venían del más allá, en la historia escrita de la humanidad, pudiendo asegurarse que esas conquistas cristalizaron el anhelo de los oprimidos durante siglos.

Podríamos decir temerariamente que en la Constitución de 1917 se concentraron los ideales de la humanidad, cuya historia resalta, guerras, rebeliones, tormentos, derramamientos de sangre inocente y luchas en pos de la justicia social. Son precursores de la legalización de los derechos del pueblo, Espartaco “guía de los oprimidos, libertador de los miserables” que soñó fundar el “Estado del Sol”; las chusmas gloriosas de la Revolución Francesa y otros tantos que forman esa legión de visionarios del anhelo de la humanidad.

 

EL PROYECTO DE CARRANZA

Para poder apreciar en su verdadera importancia las diferencias existentes entre el proyecto original y la Constitución promulgada, sería preciso un amplio estudio de los artículos reformados comparándolos con los proyectados; pero tal estudio es impropio de una síntesis como la que pretendemos. No obstante, para que nuestros lectores puedan estudiar en conjunto la tendencia de la fuente original, deseo darles a conocer algunos párrafos del informe leído por Venustiano Carranza al entregar a los diputados de Querétaro su proyecto.

No debe olvidarse que ese proyecto fue elaborado por indicaciones de Carranza, con sus ideas y tendencias políticas, por una comisión formada por los abogados José Natividad Macías y Luis Manuel Rojas en colaboración con el ingeniero Félix F. Palavicini y algún otro miembro del grupo de diputados calificados por ellos mismos como liberales clásicos, que reclamaban la vigencia de la Constitución de 1857.

Dijo Venustiano Carranza:

 

...Vengo a poner en vuestras manos el Proyecto de Constitución reformada, que la experiencia de varios años y la observación atenta y detenida me han sugerido como indispensable para cimentar, sobre bases sólidas las instituciones...encauzando su marcha hacia el progreso por la senda de la libertad. En la parte expositiva del decreto del 14 de septiembre del corriente año, en el que se modifican algunos artículos de las adiciones al Plan de Guadalupe, expedidas en la heroica Veracruz el 12 de diciembre de 1914, expresamente ofreció el gobierno de mi cargo que en las reformas a la Constitución de 1857, que iniciaría ante este Congreso, se conservaría intacto el espíritu liberal de aquélla y la forma de gobierno en ella establecida; que dichas reformas sólo se reducirían a quitarle lo que la hace inaplicable, a suplir sus deficiencias, a disipar la obscuridad de algunos de sus preceptos y a limpiarla de todas las reformas que no hayan sido inspiradas más que en la idea de poderse servir de ella para entronizar la dictadura. Mas desgraciadamente los legisladores de 1857 se conformaron con la proclamación de principios generales que no procuraron llevar a la práctica, acomodándose a las necesidades del pueblo mexicano... nuestro Código Político tiene en general el aspecto de fórmulas abstractas en que se han condensado conclusiones científicas de gran valor especulativo, pero de las que no han podido derivarse poca o ninguna utilidad positiva. En efecto los derechos individuales que la Constitución de 1857 declara que son la base de las instituciones sociales, han sido conculcados de una manera casi constante. Se llegó a palpar que la declaración de los derechos del hombre al frente de la Constitución de 1857 no había tenido la importancia práctica que de ella se esperaba, en tal virtud, la primera de las bases sobre la que descansa toda la estructura de las instituciones sociales, fue ineficaz para dar solidez a éstas y adaptarse a su objeto que fue relacionar en forma práctica y expedita al individuo con el Estado y a éste con aquél. El principio de que se acaba de hacer mérito a pesar de estar expresa y categóricamente formulado no ha tenido en realidad valor práctico alguno, no obstante que en el terreno del derecho constitucional es de una verdad indiscutible, siendo el objeto de todo gobierno el amparo y protección del individuo, es indiscutible que el primer requisito que debe llenar la Constitución Política, tiene que ser la protección otorgada, con cuanta precisión sea dable a la libertad humana. El deber primordial del gobierno es facilitar las condiciones necesarias para la organización del derecho, o lo que es lo mismo, cuidar de que se mantengan intactas todas las manifestaciones de libertad individual. Lo primero que debe hacer la Constitución Política de un pueblo es garantizar de la manera más amplia y completa posible la libertad humana, para evitar que el gobierno, a pretexto de orden o de paz, tenga alguna vez que limitar el derecho y no respetar su uso íntegro.

La Constitución de 1857, como ya lo dije, al declarar que los derechos del hombre son la base y objeto de todas las instituciones sociales; pero con pocas excepciones, no otorgó a estos derechos la garantía debida, lo que tampoco hicieron las leyes secundarias, Puede decirse que a pesar de la Constitución mencionada la libertad individual quedó por completo a merced de los gobernantes:

...la simple declaración de derechos, en un pueblo de cultura elevada, en que la sola proclamación de un principio fundamental de orden social y político es suficiente para imponer respeto, resulta un valladar ilusorio donde por una larga tradición y por usos y costumbres inveterados, la autoridad ha estado investida de facultades omnímodas, donde se ha atribuido poderes para todo y donde el pueblo no tiene otra cosa que hacer más que callar y obedecer. A corregir este mal tienden las diversas reformas que el gobierno de mi cargo propone al respecto de la sección primera del Título Primero de la Constitución de 1857. A mi juicio lo más sensato, lo más prudente y a la vez lo más conforme con nuestros antecedentes políticos, y lo que nos evitará andar haciendo ensayos propios de pueblos de cultura, de hábitos y orígenes diversos del nuestro, es, no me cansaré de repetirlo, constituir el gobierno de la República respetando escrupulosamente esa honda tendencia a la libertad, a la igualdad y a la seguridad de sus derechos que siente el pueblo mexicano...

La tendencia política del proyecto original, claramente inspirada en el liberalismo clásico de sus autores, se hace notable en el informe leído por el señor Carranza. Especialmente cuando se refiere a que las reformas propuestas a la Constitución de 1857 conservarían intacto el espíritu liberal de aquella y que sólo se reducirían a quitarle lo que la hacía impracticable. Que el objeto de todo gobierno es el amparo y protección del individuo y que por ello el requisito primordial de una Constitución Política debe ser la protección otorgada a la libertad humana, agregando que “el pueblo mexicano no tiene la creencia en un pacto social, ni en el origen divino de un monarca, señor de vidas y haciendas”.

Las ideas políticas expresadas en este discurso por el señor Carranza, tuvieron como base un pensamiento filosófico igual al que inspiró todas las constituciones de “los pueblos de habla inglesa” a los que se refirió Luis Manuel Rojas cuando calificó al grupo de sus amigos como los incondicionales del proyecto.

John Locke, uno de los más grandes filósofos ingleses, inspirador de la Constitución norteamericana, escribió en su obra Ensayos sobre la extensión y fines verdaderos y originales del gobierno civil (1690), pensamientos muy semejantes, que influyeron en nuestros liberales clásicos. Para comprobarlo transcribimos algunos párrafos de aquella obra:

 

El disfrute que de la propiedad tiene el hombre en el estado de natura es muy precario, muy inseguro. Ello lo inclina a abandonar esta condición que, pese a la libertad que le concede, está llena de temores y continuos peligros y no es cosa disparatada que trate de unirse en sociedad con otros y que ya unidos, o tienen el propósito de unirse para la mutua conservación de sus vidas, sus libertades y bienes, que yo designo con el nombre genérico de propiedad. Por tanto la principal y gran finalidad que persiguen los hombres al unirse en comunidades y someterse a un gobierno, es la protección de su propiedad. El poder supremo no puede, por tanto, arrebatar a ningún hombre ninguna parte de su propiedad, sin su consentimiento, pues siendo la protección de la propiedad el fin del gobierno y aquello para lo que los hombres ingresan en sociedad, sería una contradicción que la sociedad arrebatase la propiedad al individuo, puesto que la única justificación de la existencia del estado, es la protección de la propiedad del individuo.

En opinión de los Constituyentes socialistas del 17, esta filosofía política de hace trescientos años no era coherente con las necesidades de una nación en la cual la mayoría de sus habitantes carecen de todo cuanto pudiera llamarse propiedad individual. Por ello pensamos que si la Constitución mexicana tuviera la finalidad esencial de proteger esa propiedad individual, sería tanto como autorizar una ley al servicio de la minoría explotadora que en nuestro país detenta la propiedad nacional en perjuicio de casi todos los mexicanos.

En relación al artículo tercero, en el proyecto de Venustiano Carranza se decía lo siguiente:

 

Habrá plena libertad de enseñanza, pero será laica la que se imparta en los establecimientos oficiales de educación y gratuita la enseñanza primaria superior y elemental que se imparta en los mismos establecimientos.

Todos los avances contenidos en el artículo tercero de la Constitución de 1917, fueron propuestos por el grupo socialista. El texto aprobado del mencionado artículo fue:

La enseñanza es libre; pero será laica la que se dé en los establecimientos oficiales de educación, lo mismo que la enseñanza primaria elemental y superior que se imparta en los establecimientos particulares.

Ninguna corporación religiosa, ni ministro de algún culto, podrán establecer o dirigir escuelas de instrucción primaria. (Derogada por iniciativa de Carlos Salinas).

Las escuelas primarias particulares sólo podrán establecerse sujetándose a la vigilancia oficial.

En los establecimientos oficiales se impartirá gratuitamente la enseñanza primaria.

Respecto a la propiedad privada, el artículo 27 nos fue presentado en los siguientes términos:

La propiedad privada no puede ocuparse para uso público sin previa indemnización. La necesidad o utilidad de la ocupación, deberá ser declarada por la autoridad administrativa correspondiente; pero la expropiación se hará por la autoridad judicial, en el caso de que haya desacuerdo sobre sus condiciones entre los interesados.

Al comentar su proyecto ante el Constituyente, el señor Carranza nos dijo:

El artículo 27 de la Constitución de 1857 faculta para ocupar la propiedad de las personas sin el consentimiento de ellas y previa indemnización, cuando así lo exija la utilidad pública. Esta facultad es a juicio del gobierno a mi cargo, suficiente para adquirir tierras y repartirlas en la forma conveniente, fundando así la pequeña propiedad. La única reforma que con motivo de este artículo se propone, es que la declaración de utilidad sea hecha por la autoridad administrativa correspondiente, quedando sólo a la autoridad judicial la facultad de intervenir para fijar el justo valor de la cosa cuya expropiación se trata de efectuar.”

La trascendencia de las reformas hechas a este artículo por el Constituyente de 1917, está claramente explicada en el libro del ingeniero Pastor Rouaix: Genesis de los artículos 27 y 123 de la Constitución de 1917. Su lectura es recomendable para quienes deseen profundizar en el asunto. La capacidad, cultura y brillante inteligencia que caracterizaron al compañero Rouaix, se manifiestan en su obra que es uno de los mejores tratados escritos sobre el tema.

Transcribo algunos párrafos:

 

Si la presentación del artículo quinto del Proyecto de la Primera Jefatura produjo una intensa conmoción en la Cámara por encontrarlo insuficiente para satisfacer las ansias populares, el artículo 27 que se refería a la propiedad de las tierras y a los derechos del poseedor, causó mayor desconsuelo entre los constituyentes porque solo contenía innovaciones de interés secundario sobre el artículo vigente de la Constitución de 1857, sin atacar ninguna de las cuestiones vitales cuya resolución exigía una Revolución que había sido provocada e impulsada por la necesidad de una renovación absoluta en el régimen de la propiedad rústica.

Las modificaciones que proponía el señor Carranza eran importantes para contener abusos y garantizar el cumplimiento de las leyes en otros conceptos del derecho de propiedad; pero no atacaban el problema fundamental de la distribución de la propiedad territorial que debía estar basada en los derechos de la Nación sobre ella y en la conveniencia pública...

Por lo que hace a las disposiciones constitucionales que más directamente atañen a los temas comentados, el proyecto del señor Carranza volvía a preceptuar en el artículo 129, que “...De haberse aprobado esta redacción se habrían desconocido las otras religiones dando a la romana la calidad de única existente, y sugería no la libertad de acción para actuar en los asuntos de carácter exclusivamente religioso, sino mutua independencia que en nuestro concepto no debe existir más que entre las representaciones a través de las cuales ejerce el pueblo su soberanía.

 

FUNDAMENTO FILOSÓFICO

Deseo dejar claramente explicado el pensamiento que formó la base de las disposiciones constitucionales de tendencia socialista. Quiero que la responsabilidad de tales ordenamientos se atribuya a quienes realmente la tienen, sin otra intención que orientar el criterio histórico que es el que debe exigirla, aclarando de paso que de ninguna manera se trató– como pretenden hacerlo creer los enemigos de esas ideas– de un radicalismo de exhibición oportunista, sino de una convicción sincera, producto del estudio y de la atenta observación de las necesidades populares.

El grupo socialista del Constituyente, pensó que no es el objeto de todo gobierno el amparo y protección del individuo, como nos dijo nuestro primer jefe, ni el hacer que se mantengan intactas todas las manifestaciones de libertad individual. No fue nuestra intención “conservar el espíritu liberal de la Constitución de 1857”, que contenía la declaración de que “los derechos del hombre son la base y objeto de todas las instituciones sociales” como nos lo indicó Carranza, sino que la conveniencia social, el mejoramiento colectivo, deben garantizarse legalmente, aun cuando para ello sea preciso que no queden intactas todas las manifestaciones de tal libertad individual.

Entendimos la necesidad de limitar los derechos del hombre para salvaguardar los intereses sociales, creyendo en el pacto o contrato social que existe implícito desde el momento en que el hombre acepta vivir en sociedad, en cuyo caso tiene necesariamente que renunciar a parte de su libertad absoluta y derechos individuales, para la realización plena de una vida social justa.

Entendimos también que al hombre, considerado como individuo aislado, lo gobierna exclusivamente la ley moral; pero en cambio, las relaciones de la vida social, que en un momento y lugar determinados llegan a reputarse dignas de tutela jurídica, por estar insuficientemente garantizadas por la moral o la costumbre deben estar protegidas por el derecho, conforme a los conceptos de la ciencia jurídica actual.

Con estos fundamentos el artículo tercero de la Constitución limita la libertad absoluta de enseñanza, para impedir la intervención en la educación pública de quienes quieren dañar a la niñez administrándole dogmas irracionales en lugar de instrucción. Por igual causa se facultó al Estado para dar a la propiedad privada las diversas modalidades que exija el interés social; y por lo mismo fueron limitadas, en diversos aspectos, las garantías en otros artículos.

Cuando el pleno disfrute de la libertad individual perjudica el progreso y adelanto de la sociedad desorientada en sus deberes de obediencia al gobierno, debe ser limitada en bien de la colectividad. Por ejemplo: la tesis que sostiene la Iglesia romana de que es en el mundo un verdadero poder político, anterior y superior a todos los Estados; libre, no únicamente para orientar y dirigir el sentimiento religioso de los pueblos católicos, dictando disposiciones relativas a los dogmas y ritos de su creencia, sino fundada por Dios como depositaria única de la verdad absoluta para dirigir a toda la humanidad, pretendiendo dar leyes que corresponden exclusivamente a los órganos de la soberanía popular, constituye un atentado contra el poder civil, el gobierno y la inteligencia.

Para comprender la trascendencia de la declaratoria contenida en el proyecto de Constitución que establecía que “ la Iglesia y el Estado son independientes entre sí...”, baste analizar etimológicamente lo que tal palabra significa y se dice especialmente de un estado que no es tributario ni independiente de otro, y autonomía es el estado y condición del que goza de entera independencia política, situación del individuo que de nadie depende.

Autonomía viene del griego autos que quiere decir “por sí mismo”, y nomos, “ley”, de ahí que autonomía signifique: el derecho de gobernarse por sus propias leyes. Claramente quien tiene derecho de gobernarse por sus propias leyes no tiene obligación de acatar las de otra autoridad. Tucídides y Jenofonte llamaban autónomo y los romanos autonomía a los Estados que se gobernaban por sus propias leyes y no estaban por tanto sometidos a ningún poder extranjero. Ese es el verdadero significado de la palabra conforme su origen etimológico: autonomía equivale a independencia y sólo puede aplicarse a los Estados verdaderamente tales.

Si la Constitución hubiera declarado a las Iglesias independientes del Estado, es decir autónomas, hubiera sido tanto como otorgarles oficialmente la categoría de Estados verdaderamente tales dentro del propio Estado mexicano, gozando de independencia política, es decir, no sujetas a la autoridad del gobierno, que es precisamente lo que la Iglesia romana pretende.

Por otra parte, para demostrar claramente que la independencia que la iglesia romana reclama, no es la que quiere hacer creer y que consiste en la no intervención del gobierno en asunto de dogmas, de jerarquía eclesiástica o de la dirección del sentimiento religioso, baste examinar con cuidado, desentrañando su intención, las declaraciones de la misma Iglesia romana, hechas por boca de sus más autorizados dignatarios.

           

EL ANSIA DEL CLERO

Cuando el Comité Episcopal, organizado por monseñor Caruana – delegado del pontífice– se dirigió al Congreso solicitando la reforma o mejor dicho la deformación del artículo 130 Constitucional, se nos manifestó lo siguiente:

Dad satisfacción a los anhelos católicos, aceptando sinceramente el postulado de independencia entre la iglesia y el Estado con todas sus consecuencias naturales y lógicas... nótese que, teniendo en cuenta circunstancias de medio y de tiempo al proponer modificaciones constitucionales, no extremamos nuestras peticiones, hasta donde con justicia podríamos hacerlo.

           

¿Cuáles eran las consecuencias naturales y lógicas del reconocimiento de la independencia entre la Iglesia y el Estado? Ya lo hemos visto al estudiar el significado etimológico de la palabra independencia; es decir, crear un poder autónomo dentro de los órganos de expresión de la soberanía popular.

Y en cuanto a que la Iglesia nos hizo la merced de no extremar sus peticiones, la doctrina política preconizada por el pontífice Pío IX, que es contraria a todas las libertades de que tan celosa se muestra, devela la verdadera intención.

La Iglesia romana ha declarado enfáticamente que todas las dificultades o controversias con los diversos gobiernos revolucionarios tienen su origen en las disposiciones de la Constitución de 1917, que restringen su intromisión en la política nacional. Así lo dijo su portavoz, el jesuita Eduardo Iglesias, quien en su libro El conflicto religioso de 1926, sus orígenes, su desarrollo y su solución comenta:

 

Para el que apasionadamente estudie la historia de estos últimos lustros, tiene que resultar evidente ser completamente accidental y sin importancia que el conflicto religioso que esta atormentando a México haya surgido en 1926. Tarde o temprano, con estas o aquellas personas en el poder, ese conflicto tenía que venir; estaba latente en la legislación y en la conciencia, así de los revolucionarios como de la sociedad entera; estaba neta y definitivamente planteado en la Constitución de 1917, no era necesario sino el intento de aplicar las leyes...

Los llamados conflictos religiosos, la pugna entre el gobierno y el partido pontificio, han existido siempre en nuestro país. Las disposiciones de la Constitución de 1917 sólo fueron un paso más en la lucha entablada entre las dos tendencias que han venido existiendo: el pueblo de México queriendo gobernarse por sí mismo, y la Iglesia romana tratando de hacerlo súbdito de sus pontífices. El jesuita Iglesias, lo reconoce en el siguiente párrafo de su citado libro:

En su forma actual es totalmente nuevo el conflicto religioso de 1926, pero esto no quita que tenga raíces hondísimas y que sus orígenes hayamos de buscarlos remontándonos a la época misma de la Independencia...

La doctrina política de la Iglesia romana ocasionó los primeros choques con los anhelos del pueblo mexicano desde el momento mismo en que trató de constituirse como nación independiente. La idea de la Independencia fue duramente combatida por el pontífice León XI quien la condenó acremente pidiendo a todos los obispos de América, en su célebre Encíclica Etsi Jandiu, que se dedicaran a trabajar para que los pueblos de este continente volvieran a la obediencia de su amado hijo Fernando VII. Nada tiene de extraño que la Iglesia romana, en su constante esfuerzo por adueñarse del poder, valiéndose de las diversas “células” amarillas de su complicada organización dictatorial, constituida para combatir la política de nuestro país, haya encontrado en las disposiciones de la Constitución de 1917, un obstáculo que podrá llegar a ser insuperable, cuando el gobierno se decida a ponerlas en su pleno vigor, así como que se respeten sus restricciones. (En lugar de eso las modificó otorgándoles reconocimiento jurídico a las iglesias, posibilidades de que participen en la educación y de que adquieran bienes inmuebles). Esas disposiciones, como las de todos los países civilizados de la Tierra, tienen que chocar con la doctrina política de esta Iglesia, toda vez que no existe mayor atraso ni mayor oposición a la civilización y a la cultura, que la que sustenta la referida asociación sacerdotal en las declaraciones públicas de sus infalibles pontífices.

Para demostrarlo, nada mejor que transcribir algunos párrafos de la Encíclica Quanta Cura y su agregado Syllabus o Índice de los principales errores de nuestra época, que el Pontífice Pío IX expidió con fecha 8 de diciembre de 1864. Pío IX se dirigió en esta Encíclica a todos los prelados del mundo católico manifestándoles su determinación de enumerar y condenar lo que él llamó: “...todas las herejías y modernos errores que vienen trastornado el orden social...”

 

Al ver con el corazón desgarrado por el dolor, la horrible tempestad levantada por tantas doctrinas perversas, demandan imperiosamente que nosotros excitemos de nuevo vuestra solicitud pastoral para que condenéis todas las opiniones que hayan salido de los mismos errores como de su fuente natural.

¿Cuáles son esas perversas doctrinas que desgarraron por el dolor, el corazón del pontífice? Nada menos que los derechos individuales sustentados por todos los pueblos cultos de la Tierra. Sigue:

...contradiciendo la doctrina de la Escritura, de la Iglesia y de los santos padres, no temen afirmar que: el mejor gobierno es aquél en que no se reconoce al poder la obligación de reprimir para la sanción de las penas a los violadores de la religión católica... y como consecuencia de esta idea absolutamente falsa del gobierno social, no vacilan en favorecer a esa opinión errónea, la más fatal a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, que nuestro predecesor de feliz memoria llamaba “delirio” a saber: que la libertad de conciencia y de cultos es un derecho libre de cada hombre, que debe ser proclamado y garantizado en todo Estado que tenga buen gobierno; y que los ciudadanos tienen la libertad de manifestar alta y públicamente sus opiniones, cualesquiera que sean, de palabra, por escrito o de otro modo, sin que la autoridad eclesiástica o civil puedan limitar libertad tan funesta.

Es natural como dijimos antes, que para la Iglesia romana, la libertad de conciencia y de cultos, sea considerada como una “opinión errónea”, “la más fatal”, “un delirio” y una “libertad funesta”; y que cualquier Constitución de nación civilizada tenga que ser “origen de espantos y de dolor que le desgarre el corazón”. Pero todavía hay más. El pontífice insiste en su Encíclica en detallar la calamidad de las “perversas doctrinas modernas”:

 

...ciertos hombres, sin tener para nada en cuenta los principios más seguros de la sana razón, se atreven a proclamar que la voluntad del pueblo, manifestada por lo que ellos llaman la opinión pública, o de otro modo cualquiera, constituye la ley suprema...

O es perfectamente conocido, que hoy no faltan hombres que se atreven a enseñar que la perfección de los gobiernos y el progreso civil demandan imperiosamente que la sociedad humana sea constituida y gobernada... por lo menos sin hacer ninguna diferencia entre la verdadera religión y las falsas. Aun van más lejos esos hombres y en su impiedad afirman que debe abolirse también la ley que en ciertos días feriados prohíbe las obras serviles, ya que esa facultad y esa ley se encuentran en oposición con los principios de la verdadera economía política... afirman que la sociedad doméstica o la familia reciben toda su razón del derecho puramente civil y que en consecuencia, de la ley civil parten y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos, aun el derecho de instruirlos y educarlos... y dicen que siendo el clero enemigo del saber, de la civilización y del progreso, es preciso quitarle la instrucción y la educación de la juventud.

Antes de continuar con la transcripción de este brillante documento papal, es indispensable hacer un breve comentario.

Que los gobiernos no deben dedicarse a averiguar cuáles religiones son falsas y cuáles verdaderas; que de la ley civil parten todos los deberes de los padres para sus hijos, aun el de instruirlos y educarlos, y que la libertad de conciencia y de cultos es un derecho libre de cada hombre, no sólo lo dice y lo proclama la Constitución mexicana de 1917, sino también las constituciones de todas las naciones cultas de la tierra. Lo proclamó la Sociedad de Naciones en sus derechos del hombre. Y por lo que se refiere a que el clero sea enemigo del saber, de la civilización y del progreso, y que por ello sea preciso quitarle la instrucción y educación de la juventud, no solamente lo decimos los revolucionarios mexicanos, así lo afirma el célebre Pío IX que considera como una opinión falsa y perversa la proposición LXXX del Syllabus, que debe ser detestada y que al oírla le ha destrozado el corazón, aquella de quienes dicen que “el romano pontífice puede y debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna...”

La Encíclica Quanta Cura continúa diciendo:

...Otros hay que renovando los errores funestos y tantas veces condenados de los innovadores, han tenido la insigne imprudencia de decir que la Iglesia no tiene el derecho de reprimir por medio de penas temporales a los que violen sus leyes. No se avergüenzan de afirmar que las leyes de la iglesia no obligan en conciencia a menos que sean promulgadas por la autoridad civil. Que las Constituciones apostólicas en las que se condenan las sociedades secretas, y en las que se anatematiza a los fautores o adeptos a ellas, no tienen ninguna fuerza en los países en los que el gobierno tolera esa especie de asociaciones. Que la Iglesia no debe decretar nada que pueda ligar la conciencia de los fieles relativa al uso de los bienes temporales. Repiten que el poder eclesiástico, no es por derecho divino distinto y de esta independencia no puede existir, sin que la Iglesia invada y usurpe los derechos especiales de este poder. Que la suprema autoridad dada a la Iglesia y a esta Sede Apostólica por nuestro Señor Jesucristo, se halla sometida a la autoridad civil, negando todos los derechos de esta misma Iglesia y de esta misma sede respecto al orden exterior... Estas opiniones falsas y perversas deben ser tanto más detestadas, cuanto que su objeto principal es impedir la acción y separar la fuerza saludable de que la Iglesia debe hacer uso, no menos respecto de los particulares, que respecto a las naciones... En consecuencia, todas y cada una de las perversas opiniones y doctrinas que van señaladas detalladamente en las presentes letras. Nos las reprobamos por nuestra autoridad apostólica, las proscribimos, las condenamos y queremos y mandamos que todos los hijos de la Iglesia católica las tengan por reprobadas, proscritas y condenadas... No descuidéis tampoco de enseñar que el poder soberano no se ha conferido únicamente para el gobierno de este mundo, sino sobre todo para la protección de la Iglesia...

Enseguida algunas de las “perversas opiniones y doctrinas” proscritas, condenadas y reprobadas por el pontífice Pío IX en su Encíclica. Aparecen en el Syllabus o Índice de errores pestilentes que acompaña al documento pontificio:

Es un lamentable y pestilente error condenado y reprobado por Nos, decir que:

Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que juzgue verdadera por la luz de la razón.

Que la Iglesia no tiene el derecho de emplear la fuerza, ni posee directa ni indirectamente poder alguno temporal.

Que la dirección total de las escuelas públicas en las que se educa a la juventud de una nación cristiana, puede y debe ser entregada a la autoridad civil con la sola excepción de los seminarios episcopales, bajo cierto punto de vista; y debe serle entregada de tal manera, que ningún derecho se reconozca a otra autoridad para mezclarse en la disciplina de las escuelas, en el régimen de los estudios, en la otorgación de grados, ni en la elección y aprobación de los maestros.

Que la Iglesia debe estar separada del Estado y el Estado debe estar separado de la Iglesia.

Que la perfecta constitución de la sociedad civil exige, que las escuelas abiertas para los niños de todas las clases del pueblo y en general los establecimientos públicos destinados a la enseñanza de las letras y de las ciencias y a la educación de la juventud, queden exentos de toda autoridad de la Iglesia, así como de todo poder regulador e intervención de la misma; y que estén sujetos al pleno arbitrio de la autoridad civil y política según el dictamen de los gobernantes y el torrente de las ideas comunes de la época.

Que los reyes y los príncipes están no solamente exentos de la jurisdicción de la Iglesia, sino que también le son superiores, cuando se trata de dirimir las cuestiones de jurisdicción.

Pero las ideas más perversas al decir del pontífice, son aquéllas que:

...tienen la imprudencia de afirmar que en la época presente no conviene ya, que la religión católica sea considerada como la única religión de Estado, con exclusión de todos los demás cultos; y que por eso merecen elogio ciertos pueblos católicos en los cuales se ha previsto a fin de que los extranjeros que a ellos lleguen a establecerse puedan ejercer públicamente sus cultos particulares.

Y en esta ascendente escala, resulta para el pontífice la más perversa y torpe de las ideas modernas, la que más ha hecho sangrar de dolor su tierno corazón, la de aquellos que se atreven a decir que:

El romano pontífice puede y debe reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna.

¿Cómo es posible que haya habido atrevidos que sugiriesen que el pontífice romano pudiera reconciliarse (no digamos con él para ellos funesto y pestilente liberalismo) con el progreso y la civilización moderna? Esto equivale a desconocer que la Iglesia romana está atrasada en sus doctrinas políticas por muchos siglos; esto es querer que la civilización y el progreso se reconcilien a su vez con quienes encarcelaron, humillaron y vejaron a Galileo porque sostuvo que la Tierra se mueve. Así pues, si la doctrina de la Iglesia establece– según vemos por las declaraciones pontificias– que los gobiernos deben reconocer el derecho que la asiste para imponer penas temporales, en los diversos países del mundo a los que violan las leyes de la propia Iglesia, autorizándola a establecer su tribunal especial ya conocido (tormentos, confiscación de bienes y hoguera para quemar vivos a quienes no la obedezcan); si esa doctrina niega el derecho de todo hombre para abrazar y profesar la religión que juzgue verdadera; si se encasilla en sus anacrónicas ideas de hace tres siglos, respecto a que su religión debe considerarse como la única religión de Estado y que no debe permitirse ni siquiera a los extranjeros que lleguen a establecerse, el poder ejercer públicamente sus cultos particulares ¿qué tiene entonces de extraño que esa Iglesia sea enemiga de la Constitución mexicana y todas las de los pueblos civilizados de la tierra?

Por otra parte, al desarrollarse los últimos conflictos entre nuestro gobierno y el clero, el pueblo pudo enterarse de que la Iglesia romana esgrimió la libertad de conciencia, como uno de sus argumentos básicos. Y ante tan terrible contradicción entre lo que afirmó Pío IX y lo que piden los obispos de hoy, no puede adoptarse sino uno de los extremos del dilema que sigue: o bien el espíritu santo se olvidó de iluminar a Pío IX y todo lo que éste dijo resultó equivocado y necio; o bien la Iglesia usa las malas artes de los políticos profesionales y cambia de opinión según soplan los vientos. Considera cierto lo afirmado por su citado pontífice cuando le acarrea beneficio, y falso cuando no le sirve en determinado momento histórico. Y de esa suerte, los mismos defensores de la Iglesia han arrojado al cesto de los desperdicios los “ochenta errores” del repetido Sylabus, para que ya no destrocen más el corazón de sus señores pontífices.

Aclarando el motivo por el cual la Iglesia romana considera a la Constitución de 1917 como la causa de todos sus males, no debe extrañarnos que busque y haya buscado afanosamente la forma de desprestigiarla, recurriendo primero a los mismos trillados sofismas que usó en contra de la de 1857, cuando dijo que, “al oponer barreras a su tradicional condición de partido político, se coarta la libertad de creer y se lastima el sentimiento religioso del pueblo. Tampoco debe sorprendernos su argumento de que fue ilegal la elección de diputados al congreso Constituyente, porque no se les preguntó a los obispos, enemigos de todas las libertades del pueblo, quiénes debían de representarlos.

Tan mal andan los conocimientos históricos y jurídicos de los que pretenden hacer creer que la Constitución política de una nación debe formarse con el voto y el consejo de explotadores y fanatizadores del pueblo a quienes en cruenta lucha de años se logró derrotar, como están equivocados los que creen que tras de la guerra de independencia se hubiera convocado para dictar la Ley Constitutiva de la nueva nación independiente, a los conquistadores arrojados del suelo liberado.

Por eso es ridícula la primera objeción que la Iglesia romana hizo a nuestra Carta Magna, declarándola nula por antidemocrática y tomar como pretexto el hecho de que para hacer una Constitución democrática y socialista, en la que los intereses de la colectividad están por encima de los derechos individuales no se pidiera voto y consejo de quienes desde nuestra independencia han pugnado por imponer a México gobiernos teocráticos, episcopales e imperialistas.

Con la intención de clarificar lo que la Iglesia pretende con su tan ardientemente solicitada independencia, a través del análisis de esta doctrina trataré de establecer que la posición del clero no sólo fue cosa de hace un siglo, sino que continúa con la idea de subordinar al poder público. La llamada Liga Defensora de la Libertad Religiosa lo perfila al explicar el objeto que perseguía con su rebelión armada contra el presidente de la República Plutarco Elías Calles. Los directores de esta Liga, reconocidos por el Episcopado y por el pontífice, como directores de su política y de su rebelión, nos explican su ansia en las siguientes frases tomadas de la polémica con el secretario arzobispal, hecha por ellos mismos en la prensa de la capital:

 

Proclamar la realeza espiritual y temporal de Cristo sobre la nación y el Estado mexicanos, no sólo con el principio enervante, falso, pseudoevangélico de la no resistencia, sino el sagrado principio de las gloriosas rebeldías, recurriendo a la fuerza física, porque ella tiene una misión divina: todo para implantar aquella divina realeza. Se impone que antes de entrar en materia, expongamos nuestro concepto de la doctrina católica, apostólica y romana, más ahora que nunca, cuando se va perfilando el designio divino de poner los destinos del mundo en las manos del romano pontífice (¡qué optimismo tan conmovedor!). ¿Por qué antes del llamado del Papa brotó esta devoción de la Iglesia en México a la realeza de Cristo? Porque los jefes de esta Iglesia y a su ejemplo los fieles mas ilustrados, sintieron que en la lucha se trataba de saber si México permanecía fiel a Cristo Rey; si permanecía siendo una provincia del reino de Cristo o si se transformaría en un país laicizado en el que muchos ciudadanos pertenecerían todavía a la religión cristiana, pero cuya vida social sería descristianizada, paganizada. Por eso el conflicto religioso mexicano, era un conflicto de carácter medieval.”

Y a confesión de parte, agregamos nosotros, relevo de prueba, de que lo que trata de obtener efectivamente la Iglesia romana es retraernos a sus tiempos de gloria, a la edad de la Inquisición y de las Cruzadas, a su triunfal Edad Media.

La voz de los obispos se hizo oír a este respecto con no menor claridad. Así nos lo hace saber la Liga, de cuyas publicaciones en la prensa tomo los siguientes conceptos:

 

Es de justicia se haga patente, como uno de los más destacados miembros del Episcopado, ardía en ansias por estar al lado de los que combatían por implantar la realeza temporal de Cristo en México. Monseñor Martínez y Zárate, obispo de Huejutla, en carta dirigida desde el Paso Texas, el 30 de noviembre de 1928, decía: “Créamelo señor, si de mí dependiera, hoy mismo saldría para México a ponerme frente a nuestras tropas... he tenido que librar verdaderos combates en el orden de las ideas, con poderosos elementos que no pueden ver con buenos ojos que nosotros nos preocupemos un poco por la suerte de nuestros gloriosos soldados.

Por la rendición que se verificó ante el gobierno del licenciado Emilio Portes Gil, el obispo de Tacámbaro, monseñor Lara y Torres, dolido por el fracaso de la sublevación episcopal se expresó en una comunicación fechada el 25 de marzo de 1932.

Estas transacciones o arreglos, tan frágiles como infecundos... es lo que nos ha traído la desunión, el desconcierto y la ruina. El mayor desacierto que se cometió al pactar los arreglos de 1929 y que es el fundamento de nuestros males y desgracias presentes, porque nos ha dejado sin defensa posible, fue el aceptar, aunque sin aprobar la ley, sino aún condenándola, que la Iglesia no fue reconocida en su personalidad jurídica, ni tuviera ningunos derechos dentro de la legislación mexicana. La Revolución de 1914 (sic), con su Constitución de 1917 no había triunfado en México, ni había penetrado en el corazón del pueblo mexicano, pero desde que se aceptó esta situación de verdadera esclavitud, que es verdadera aunque no la queramos y protestemos contra ella, la Revolución se creyó triunfante y comenzó a imponer su voluntad soberana y omnímoda sin protestas, sin resistencia, sin obstáculo ninguno...

El empeñoso afán de la Iglesia romana, hecho patente por la declaración de sus directores de lograr a toda costa el reconocimiento de una personalidad jurídica para exigir después la autonomía de su institución, haciendo que constitucionalmente se le declarará autónoma al proclamarla independiente del Estado, descubre, para quienes en verdad se interesen en estudiarlo, el hecho de que no se trata de la libertad de creer, pues para esto nada tendría que ver la personalidad jurídica ni la independencia política; se trata en realidad, como bien puede verse, de armas de lucha política para conquistar el poder que la Iglesia romana llama “realeza temporal de Cristo sobre la nación y sobre el Estado”.

Aseguran los defensores de la Iglesia política, que el Constituyente de 1917 obró sin conocimiento de las reglas del Derecho, al negar esa personalidad jurídica y que atropelló lo que ellos llaman “derecho natural” sólo con el afán de exhibición jacobina. Nada más lejos de la realidad. Las disposiciones restrictivas de la intromisión de las Iglesias en la vida política de la nación, tuvieron su fundamento en normas de Derecho perfectamente sabidas. Y aun cuando no desconozco la inutilidad de buscar un acuerdo unánime en materias filosóficas, jurídicas o científicas, como se demostró en una reunión de la unesco (allí los más altos valores intelectuales no fueron capaces de ponerse de acuerdo respecto a las ideas básicas de lo que es moral o de lo que debe ser el recto camino de la democracia), expondré en un resumen algunas ideas jurídicas al respecto.

 

LA RAZÓN DEL CONSTITUYENTE

Es indispensable que el hombre como un ser eminentemente social, requiera para satisfacer sus variadas y múltiples necesidades de la cooperación de muchos otros. De aquí dimana la necesidad de reglamentar la actividad de cada individuo en relación con las de sus semejantes, de tal manera que el interés de uno no esté subordinado al interés de otro, sino que cada quien encuentre el modo de satisfacer sus propias exigencias, sin dañar las de la colectividad. Esta regla es importante para poder desplegar la propia actividad, a fin de que sean respetados los intereses sociales. Basado en estas consideraciones, el derecho objetivo, el Derecho en sí como norma, que es el nombre que recibe la regla antes mencionada, puede definirse: “Orden de las acciones encaminadas a lograr la satisfacción de los varios intereses humanos, establecido y garantizado por la autoridad social”.

El derecho positivo, o sea el poder del individuo para obrar según la norma, es definido como, “Poder de obrar para la satisfacción de los propios intereses, garantizados por la ley”.

En estas condiciones, o bien el Estado es el único que puede contar con los elementos de fuerza para garantizar el derecho de satisfacer los intereses individuales de acuerdo con la ley, o se le atribuye la obligación ilógica de garantizar con sus fuerzas las leyes o normas dictadas por otra sociedad cualquiera; o se autoriza la aberración de que tal sociedad, distinta del Estado, organice fuerzas para hacer respetar sus propias normas o leyes.

Si admitimos la validez del llamado “derecho eclesiástico o divino” originado en una revelación de la divinidad, con el objeto de demostrar que el Derecho no deriva exclusivamente del Estado, estaríamos entonces obligados a subordinar el Estado al derecho eclesiástico, toda vez que no es lógico suponer una autoridad superior a la de Dios, si se cree en él, y estaríamos obligados además a determinar cuál de todos los llamados “derechos divinos” es el verdadero, ya que cada una de las múltiples confesiones religiosas tienen el suyo contrario al de las demás. Esta teoría nos lleva directamente a la ruina de la humanidad que es el establecimiento de gobiernos teocráticos. Son ideas que se encuentran explicadas ampliamente en el libro Jhering Evolution du Droit.

Es importante, aunque difícil, distinguir la moral del Derecho. Este concierne sólo a las relaciones sociales, mientras que los preceptos de la moral que miran a la vida social del hombre pueden abarcar el campo mismo del Derecho. Los límites entre moral y Derecho no pueden establecerse de modo preciso y absoluto. En abstracto, puede decirse que la moral concierne más al elemento interior o volutivo de la acción humana, que al hecho extrínseco principalmente atendido por el Derecho. La coerción exterior característica de las normas jurídicas, es incompatible con la esencia de la moral. Una acción moral impuesta por la fuerza, no sería por esto mismo moral, ya que carecería del elemento esencial de acción realizada exclusivamente con el deseo de hacer un bien. Así la religión impuesta por ley es un ejemplo de inmoralidad. Derecho equivale a “derecho positivo”, y por otra parte el llamado “derecho natural”, ideal racional filosófico, no merece en modo alguno el nombre de Derecho: esto es verdad, sea cual fuere la teoría que quiera seguirse de las muchas que se profesan en torno al derecho natural.

Al lado del derecho privado individual, podría constituirse el derecho privado social. Pero el derecho positivo ha preferido recurrir a un expediente que está de acuerdo con un concepto que naturalmente se forma en nuestra mente, y que es el de considerar como única persona a lo que en realidad es un conjunto de las mismas asociadas para un fin, o igualmente interesadas. Pero no se introducen nuevas normas de derecho, pues las que se refieren a los individuos son las mismas que se aplican también a la sociedad.

Se forma el concepto de persona jurídica en contraposición a persona física; la primera recibe en la legislación y en la doctrina distintas denominaciones: persona, cuerpo o ente moral, persona artificial o ficticia, persona abstracta, persona incorporal.

El concepto de persona jurídica es uno de los más discutidos en la ciencia del Derecho y las dos teorías que principalmente se disputan el campo se pueden denominar: Teoría de la ficción y teoría de la realidad. La primera es antiquísima y la más aceptada. La otra, más reciente, no ha logrado suplantar del todo a la primera, aun cuando ha ganado muchos adeptos.

El fundamento de la teoría de la ficción es que sólo el hombre, por estar dotado de razón y de voluntad, es capaz de tener derechos y deberes. Donde encontremos derechos que no estén vinculados con la existencia de un hombre, son una creación de la ley y por lo tanto si la ley los crea, es indispensable para su existencia que estén de acuerdo con ella. Personas ficticias que no reconocen la ley constitutiva de un país, no pueden ser reconocidas a su vez por esa ley; esto es inconcuso. La ley puede por tanto, hacerlas o deshacerlas a su antojo y no tienen más capacidad que la que la ley misma les reconoce. Las normas que se refieren a estas personas ficticias, son de derecho excepcional, no de derecho común.

(La legislación actual, les reconoce personalidad jurídica a las instituciones denominadas iglesias, pero a diferencia de la actitud señalada, ahora si aceptaron la supremacía del Estado y para tener personalidad jurídica deberán cumplir con lo establecido por las leyes dictadas por el Estado. El artículo 130 vigente establece al respecto que: El principio histórico de la separación del Estado y las Iglesias orienta las normas contenidas en el presente artículo. Las Iglesias y demás agrupaciones religiosas se sujetarán a la ley. Corresponde exclusivamente al Congreso de la Unión legislar en materia de culto público y de Iglesias y agrupaciones religiosas. La ley reglamentaria respectiva, que será de orden público, desarrollará y concretará las disposiciones siguientes:

a). – Las iglesias y las agrupaciones religiosas tendrán personalidad jurídica como asociaciones religiosas una vez que obtengan su correspondiente registro. –el que pueden perder si no cumplen con las disposiciones legales respectivas– .La ley regulará dichas asociaciones y determinará las condiciones y requisitos para el registro constitutivo de las mismas.)

 

Contra esa teoría que se estimó exclusivamente romana, se opuso la otra, para la cual la persona jurídica es viva y real. Según esta teoría, no sólo el individuo es persona real sino también la sociedad, basada en el sofisma de que la colectividad no es la suma sino una unidad que vive por sí misma. También considera que la ley debe reconocer estos organismos incorporales, como capaces de tener derechos y obligaciones, y por lo tanto personas susceptibles de querer, y por ende no sólo sujetos de derechos sino también de obras y hasta con posibilidad de delinquir, por lo que pueden ser responsables tanto civil como penalmente. Admitiendo esta doctrina para reconocer personalidad a una colectividad como las Iglesias, es indispensable que estén constituidas legalmente, pues de lo contrario se convierten en grupos irresponsables.

En opinión del doctor Coviello– jurisconsulto notable llamado maestro de maestros– ninguna de las dos teorías antes indicadas es aceptable porque ambas junto a una parte de verdad, contienen una parte errónea. La teoría de la ficción encierra como verdad que sólo el hombre debe considerarse como sujeto de derechos y obligaciones, porque sólo él es un organismo dotado de razón y de voluntad, y sólo él puede por esto, ser objeto de responsabilidad y de sanción penal. No explica la existencia de un sujeto de derechos diversos del hombre, pues decir que la persona jurídica es una ficción, equivale a decir que no es persona y conduce directamente a romper el viejo principio de que “no hay derecho sin sujeto”. Desconoce además la realidad de la vida práctica, puesto que no tiene en cuenta a los individuos en conjunto, sólo porque están ligados entre sí para un fin único y por un interés igual. Pero de ninguna manera desconoce la importancia real de los intereses sociales. Los reconoce como superiores a los individuales y sólo exige que la entidad ficticia llamada Compañía, Universidad o Iglesia, esté constituida conforme a las leyes especiales en las que se determinan deberes y derechos de tales asociaciones con relación a la sociedad y se especifique quiénes deben ser ante la ley los responsables de la contravención de esos deberes sociales para poder hacerlos capaces de sanción penal.

El maestro Coviello propone en lugar de las teorías de la ficción o de la realidad de la persona jurídica, que se siga una teoría intermedia, la cual tenga en cuenta, por una parte, la realidad de la vida y por la otra resulte conforme con los principios del derecho positivo. Y es como sigue:

 

Los hombres y sólo los hombres que se llaman personas físicas, son sujetos de derechos y de obligaciones, son personas. Uno de los modos de proteger la actividad encaminada a intereses sociales, es el de tratar a los individuos unidos entre sí, como si fueran una sola persona. Así es que, sustancialmente lo que se llama persona jurídica no es más que la totalidad de varias personas, consideradas como unidad; formalmente un sujeto abstracto de derechos que debe constituirse conforme a la ley para que pueda ser reconocido por el Estado.

Los Constituyentes de 1917 profesamos los conceptos jurídicos que quedan aquí expuestos y que son sustentados también por los modernos maestros del Derecho. Fundados en ellos, restringimos el derecho individual a la absoluta libertad de enseñanza en el caso de las Iglesias y sus sacerdotes, porque no tienen empacho en enseñar falsedades históricas, geológicas, biológicas o de cualquier otra índole científica, con gran perjuicio social, encaminadas a lograr los objetivos políticos de su secta.

Limitamos el derecho a ejercer la profesión sacerdotal, porque sabemos que la Iglesia romana no repara en hacer pesar sobre la economía social una verdadera legión de individuos inútiles, que se refugian en esa profesión para poder vivir a expensas del trabajo ajeno.

Negamos personalidad a las Iglesias, convencidos de que ésta no debe otorgársele a quienes no sólo carecen de una constitución legal, sino que desconocen la suprema autoridad del Estado, del que solicitan ser declaradas independientes y superiores a él.

Podríamos relacionar con las modernas teorías jurídicas, todas y cada una de las restricciones impuestas en la Constitución a las Iglesias en el campo político, y son de tal manera justificadas que hasta los más enconados enemigos de la Ley Fundamental, las elogian abiertamente. Tal es el caso de uno de los más grandes enemigos de nuestra Carta Magna, el licenciado Jorge Vera Estañol, quien a pesar de su entusiasmo por atacarla, expresa en su obra lo siguiente:

 

Miembros de diversas comunidades religiosas y a la vez de la misma comunidad laica, los hombres sólo pueden vivir en paz con su conciencia y con sus coasociados, a condición de que la Iglesia prescinda de toda interferencia en los asuntos públicos y el Estado se abstenga de toda intromisión en las materias de fe. Si fuera necesario apoyar en la historia ésta ahora axiomática verdad, bastaría recordar el crimen de la Inquisición, para condenar a la Iglesia política, y la locura del culto de la razón para anatematizar al Estado pontífice. De aquí derivan dos consecuencias esenciales: primeramente la de que toda acción política de la Iglesia, no sólo pervierte sus fines espirituales, sino que pone en peligro la paz de las naciones. Ningún acto, ninguna práctica de carácter confesionario deben servir de medios para alcanzar el control de los gobiernos. En segundo lugar, por lo que a los individuos hace, ha de ser absoluta la inviolabilidad de su fuero interno. Valiéndose de que el Constituyente de 1857 omitió prohibir de manera expresa que las instituciones religiosas en su carácter de tales se organicen en partidos políticos, a raíz del triunfo de la revolución maderista, la Iglesia católica se constituyó en el llamado “Partido Católico”, a fin de tomar parte en las elecciones de 1912. Este partido fue sostenido por el clero, los ministros del culto, desde el más encumbrado hasta el más humilde, aprovecharon los ejercicios religiosos, la confesión auricular, el púlpito, la doctrina, el dogma, la fe, la superstición y todos los medios a su alcance, para arrastrar prosélitos; obraron sobre la conciencia de los ciudadanos, sus familiares y sus allegados, utilizando el formidable argumento de la salvación eterna y, cuando las urnas electorales quedaron instaladas, colocaron en la vecindad carteles alusivos, en muchos de los cuales escribieron esta leyenda: “Aquí se vota por Dios”. La Iglesia católica pretendió convertirse de esta guisa en poder restablecer el régimen teocrático del periodo medieval, falseando a la vez los sagrados y altos fines de su instituto, y suplantando en la organización de los poderes del Estado, el espíritu en la organización de los poderes del Estado, el espíritu de civismo, con el sentimiento religioso. A fuerza de liberales sinceros y de corazón, amantes del Estado laico y atentos al progreso y desarrollo de la sociedad en lo temporal, no podemos menos que aplaudir las disposiciones de la Constitución de Querétaro que niegan a los ministros de cualquier culto el voto pasivo, su asociación con fines políticos y el uso del púlpito, del confesionario o de cualquier otro acto religioso, como instrumento de propaganda política ya se haga de palabra o por escrito; las que excluyen de labor semejante a las publicaciones periódicas de carácter confesionario; la que prohíbe la designación de cualquier partido o agrupación política con títulos que impliquen un credo religioso, y la que veda las reuniones políticas en los templos. (Al margen de la Constitución de 1917).

El cuadro magistralmente trazado por un enemigo acérrimo de nuestra Constitución, viene a comprobar la tesis fundamental de que la Iglesia romana actúa como partido político. Y si la Iglesia romana es y ha sido siempre una institución que se dedica a hacer propaganda de su fe religiosa como un pretexto para tratar de conquistar el poder político; si como dice el más encumbrado hasta el más humilde, aprovechan la confesión, el púlpito, el dogma, la fe y con utilizar el formidable argumento de la salvación eterna pretenden establecer o restablecer el régimen teocrático del periodo medieval, convirtiéndose así en poder temporal, émulo del poder temporal del Estado, al cambiar el régimen democrático constitucional por el teocrático o por otro cualquiera. ¿Qué diferencia existe entonces entre la Iglesia romana, cuyo anhelo es que los mexicanos obedezcan leyes dictadas por el pontífice romano que pugna por establecer el régimen teocrático medieval y el Partido Comunista al que atribuyen semejantes intenciones con diferentes nombres?

Un partido político contrario a los intereses del pueblo, no puede lógicamente pretender que se le otorgue el trato que se les da a las confesiones apolíticas en el mundo; y una confesión religiosa que con pleno conocimiento invade el terreno de la política, no puede, racionalmente, extrañarse de que se le trate como a un enemigo político.

La juventud mexicana debe estudiar este problema con imparcial y atenta observación, y se convencerá de que es un hecho indiscutible que la Iglesia romana ha venido trabajando al pueblo de México, desde los siglos de la dominación española y durante los años de nuestra vida independiente, para inculcarle, a pretexto de una creencia religiosa, un misticismo idolátrico lleno de miedos, desconfianzas y complejos de inferioridad, para hacerlo una verdadera masa propicia a todos sus intentos de dominación del poder civil. Nosotros vamos ya descendiendo la cuesta que nos lleva a la etapa final. Muchos de nuestros compañeros Constituyentes han dejado de existir. Se hace por tanto inaplazable el cumplimiento de la obligación que tenemos de dejar consignado para la historia y para la experiencia de las generaciones nuevas, cuáles fueron las razones en que apoyamos nuestras leyes; cuál el conocimiento que tuvimos del verdadero fondo de las cuestiones debatidas.

Notamos con pena en las inquietas juventudes modernas (como fue inquieta la nuestra) y lo que es peor, aun entre muchos revolucionarios que se dicen radicales, una tendencia a desestimar la importancia de nuestra lucha contra la labor política de las Iglesias. Ellos juzgan esa lucha como innecesaria, trasnochada o demagógica. Con su menosprecio prohíjan el deseo de reformar las leyes que restringen esa intromisión, y se limitan a considerar como único programa revolucionario el de las leyes que tienden a mejorar el nivel económico de los trabajadores sin darse cuenta de que un pueblo esclavizado por el fanatismo político–religioso y con mayores elementos pecuniarios, es sólo un rebaño más bien nutrido, para que lo esquilmen las Iglesias, obteniendo así elementos con los cuales combatirán más tarde a cualquier agrupación o gobierno de tendencias revolucionarias, tratando de volver a los tiempos de la religión de Estado de la Inquisición y de la enseñanza a base de dogmas.

Algunos creen que el gobierno adquirirá popularidad, respaldo y colaboración al adoptar una política de conciliación o de disimulo para las violaciones de nuestra ley fundamental por parte de las Iglesias, especialmente de la romana. En nuestro concepto esto es un error de graves consecuencias, pues el clero, a cada disimulo responde con una nueva exigencia, capitalizando en su beneficio las debilidades del gobierno. Además trata de convencer al pueblo fanatizado de que la verdadera autoridad reside sólo en la Iglesia y que por ello los gobernantes temen a los curas.

La institución sacerdotal no se conformará jamás con concesiones y tolerancias; exige la entrega total del poder.

Los comentarios de la Constitución de 1917 cada día son más alentadores. Ya no es hoy el “almodrote” criticado acremente por reaccionarios y clericales; hoy se le tributan honores, se dice con orgullo que debe respetarse, que es ejemplo de equidad social. Ahora por fin ya se reconoce que es obra de conjunto realizada por todos los revolucionarios mexicanos. El Universal dijo en su editorial del 5 de febrero de 1948:

 

Es innegable que la Ley Constitucional redactada en Querétaro, pese a cuanto se haya sostenido en contrario, forjó un sistema de gobierno de firmes lineamientos democráticos. Las instituciones que previó se ajustan bien al concepto clásico de la democracia que un autor contemporáneo define así: Un orden constitucional que permite que se tomen decisiones políticas destinadas a promover el bien colectivo, haciendo que el pueblo mismo dicte las resoluciones a través de la elección de individuos que reunidos llevan al cabo la voluntad popular. La mejor prueba de que la Constitución de 1917 pretendió establecer un orden concordante con la definición anterior, la tenemos en la preponderancia que dentro del sistema nacional del gobierno confirió al Congreso.

Y el Constituyente ingeniero Félix F. Palavicini, compañero nuestro de aquel Congreso, defendió triunfalmente las reformas sociales de nuestra Carta Magna, en artículos periodísticos. Transcribimos los siguientes párrafos:

Sin demagogias, ni estridencias, con ponderación y equilibrio, se creó una Carta Magna que se levanta como una atalaya por encima de todas las debilidades, errores y crímenes del pasado, y devuelve al pueblo con sus derechos, la conciencia de una ciudadanía.

Dijimos al campesino: para que la patria sea tu tierra, necesitas poseer la tierra de tu patria. Dijimos al obrero, para que tu agua y tu pan no sean amargos, deben ser ganados con dignidad, con decoro y con justicia. Dijimos a la democracia: tú que lo has creado todo, tienes el derecho de manejarlo y dirigirlo todo. En 1813 José María Morelos y los Constituyentes de Apatzingan declararon insubsistentes los gobiernos de origen divino, hereditario y personal, antes de que en cualquier otra parte de Hispanoamérica. En 1917, en Querétaro, expedimos la primera Constitución que en el mundo consignaba las garantías sociales. Cercenados por nuestra Constitución de 1917 los tentáculos del enorme pulpo conservador, entregábamos al pueblo de México un tesoro demasiado grande, demasiado voluminoso para que pudiera ser llevado sobre hombros débiles, sobre cabezas sin resistencia, sobre corazones sin entereza...

Los asombrados han sido los de extrema derecha, cuya propaganda insidiosa se ha basado siempre en calificar a los progresos sociales de México como introductores del comunismo. Los revolucionarios mexicanos conservaron las garantías individuales y establecieron las sociales; se adelantaron así al Partido Laborista Inglés, creador de la democracia social. Los comunistas critican a la Constitución porque conserva las garantías individuales y los conservadores la censuran porque creó las garantías sociales. Los doctos en Derecho Constitucional de la vieja escuela, acusaban de hibridismo a la Carta Magna porque no era ni liberal ni socialista. La verdad es que la Constitución mexicana es eso, mexicana, un producto biológico de nuestro país, que como en muchas otras ideas políticas se adelantó a las más viejas naciones.

Escuchamos en los primeros días de enero de 1950 un discurso del primer ministro Clement Attlee, cuya disertación parecía hecha para refrendar la tesis mexicana. Entre otras cosas, el señor Attlee dijo: ‘El liberalismo prestó al mundo un gran servicio en su lucha por la democracia; pero fracasó ante el problema de la libertad económica. En nombre de la libertad, dejó en poder de unos cuantos el poder que representan la tierra y el capital para quienes lo poseen, sobre las mayorías’. Explica el profesor Attlee los males del capitalismo y se expresa así: ‘Esto no quiere decir por ningún concepto que nuestras ideas sean capitalismo disuelto o comunismo desteñido; ni tampoco un alto en la jornada hacia uno de esos dos credos. Tenemos una fisonomía propia. Nuestra teoría consiste en desarrollar un sistema que combine la economía dirigida con la libertad individual, democracia con justicia social, esta obra requiere un gobierno inspirado en un nuevo concepto de la sociedad y una política dinámica de acuerdo con las necesidades de la presente situación’. He allí en una forma clara y precisa –comenta el ingeniero Palavicini– la defensa de la democracia social que es precisamente el descubrimiento tan injustamente censurado a los Constituyentes de Querétaro. Nos complace ahora que sea el jefe del gobierno inglés, con su voz autorizada, su palabra de profesor universitario y su jerarquía gubernamental, quien defienda el punto de vista establecido por los humildes Constituyentes mexicanos. Los Constituyentes de Querétaro quisieron conservar –interpretando los sentimientos populares– las libertades humanas; pero estableciendo las limitaciones que han hecho de la libertad algo efectivo y real; tendencia equilibrada y por esto, defensa de la multitud inerme. Una democracia social fue la meta de los revolucionarios mexicanos, nadie puede afirmar que la cima haya sido alcanzada; pero tampoco que el camino recorrido haya sido inútil. Cada día los hechos irrefutables ponen en evidencia que los nobles sueños se convierten en realidades.

En los lejanos días precortesianos, existía en México una ceremonia, que impresionaba hondamente a cuantos tenían la suerte de presenciarla. Era la Ceremonia del fuego nuevo, que al cumplirse los cincuenta y dos años de un ciclo especial, ardía al conjuro de los grandes sacerdotes, encendido por sus dioses en el cerro de la Estrella. Mudos de asombro y bajo la impresión causada por la angustia de que no volviera a disiparse la obscuridad en que había quedado todo el imperio azteca, estallaba por fin la alegría general cuando la enorme luminaria podía divisarse en aquella altura. Los correos del reino encendían en el fuego nuevo sus teas y volando en carrera vertiginosa llevaban a los hogares la alegría de la luz y del calor que aseguraba la existencia por un ciclo más, como regalo de sus dioses.

Hemos querido ver en la expedición de las Constituciones nuevas de México – una de las cuales ha llevado a los hogares patrios algo más de luz y de esperanza para su pobre economía– una ceremonia parecida a la del fuego nuevo de los tiempos idos. Del corazón mismo de nuestro pueblo ha nacido el anhelo de una vida mejor. Sus necesidades ingentes, sus angustiosas solicitudes de más luz para sus mentes y mejor alimento para sus hijos, prendieron en las teas que portaban los Constituyentes de 1917 que vinieron de todos los rumbos del país, para formar con todas esas teas unidas, la luminaria que alimentara las ansias de luz y de calor de nuestro pueblo.

De esa gran hoguera, encendida en el Cerro de las Campanas, por la majestuosa figura del Varón de Cuatro Ciénegas, gran sacerdote de la Revolución Social de México, nació la Constitución triunfante hoy, en el mismo lugar en que murió para siempre el empeño conservador de darnos gobernantes extranjeros.

Quiera la juventud de mi patria guardar siempre ese fuego recordando que defender la Constitución es salvar a la patria y que destruir el poder político de las Iglesias es el único camino para que algún día pueda haber en México verdadera democracia.

General José Álvarez y Álvarez de la Cadena