El monstruo

Arte y Creación
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Construye la jaula 

La adicción es un monstruo horrendo.

Tiene un cuerpo plagado de músculos deformes, de una fuerza brutal y enferma.

Sus ojos son saltones, sin pestañas, sin cejas, inyectados de sangre espesa con gotas coaguladas.

No tiene pelo. Su piel parece derretida, torcida por la culpa y el deseo.

Arriba, un torso robusto; abajo, unas piernas pequeñas, inútiles para correr,

porque este ser no huye: se aferra, se arrastra, se queda.

Tiene dientes largos y afilados, un aliento fétido e insoportable.

Se alimenta del miedo, de la paranoia, del sistema nervioso alterado,

de la inseguridad, del odio del ser humano.

 

Cuando el ser al que habita se percata de su presencia,

comienza la batalla más silenciosa:

deja de alimentarlo.

Entonces el monstruo queda enjaulado,

tras barrotes delgados como hilos, casi invisibles.

 

Día a día, con acciones pequeñas, repetitivas, constantes,

el hombre —o la mujer— toma un soplete y un hilo de soldadura,

engrosando esos alambres hasta convertirlos en barrotes,

hasta que los barrotes se vuelven muros de metal,

gruesos, firmes, impenetrables.

Y sin embargo, ahí sigue el monstruo, esperando.

 

Esa fortaleza construida con tanto esfuerzo

posee una cerradura diminuta,

una chapa microscópica que se abre con una llave frágil, casi invisible.

Esa llave puede ser una gota de alcohol,

una pizca de cocaína,

un grano de cristal,

o un gesto compulsivo que hiere,

que destruye trabajo, amigos, familia.

 

Cuando el monstruo sale de nuevo,

devora todo con el hambre de los años encerrado.

Es implacable, insaciable, feroz.

Puede volver a ser encarcelado,

pero su celda debe cuidarse como se cuida el aire,

porque basta un descuido, una grieta, una llave mal guardada,

para que el monstruo vuelva a respirar.

 

Y aquellos que apenas comienzan,

que prueban por curiosidad o por vacío,

van construyendo ese ser diminuto dentro de sí,

grano a grano, hábito a hábito,

hasta que el monstruo crece,

y los devora.

 

Porque ese monstruo, aun encerrado,

es inmortal.

Miguel C. Manjarrez

Revista Réplica