Nunca supo lo que es el amor de madre. Tampoco escuchó el consejo preciso del padre ni sintió el cariño de la abuela o el cobijo de un primo o hermano. Su corazón ya no responde a esos impulsos. La inteligencia emocional es nula. Él no conoció ni aprendió a tener esos sentimientos. Sólo sabe defenderse, cuidarse las espaldas, buscar cómo conseguir comida para tres días...
¿Qué miraron las criaturas que nacieron por obra y gracia de la naturaleza humana? Tal vez las estrellas del cielo que veían sus madres encintas.
¿Qué escucharon los niños de la calle al llegar a este mundo? Quizás los quejidos del dolor y los reclamos o las expresiones estúpidas de los padres que nunca debieron serlo.
¿Y qué pasó con los menores que alguien protegió con la cobija de la miseria y los olores a basura, alcohol y pobreza? Los que lograron sobrevivir hicieron de la calle su morada, la casa de sus ilusiones, el marco de las estrellas que alguna vez captaron los ojos de sus progenitoras.
Para los niños de la calle la tragedia es el pan nuestro de cada día, a veces el único. La viven desde que fueron concebidos ya sea por una violación o en uno de los ratos de desenfreno o en cualquier momento de excitación sexual juvenil. La mayor parte son hijos de madres y padres que sufren la tragedia cotidiana.
¿Por qué los niños de la calle resultan incómodos y molestos para los demás? ¿Por qué su presencia nos hace voltear para otro lado?
No hay respuestas lógicas. Lo único razonable es que ellos no tienen la culpa de vivir la miseria producto de las tragedias personales, de la incuria oficial y de los rencores sociales. Ellos son una vergüenza sí, pero para las autoridades y la parte de la sociedad que prefiere soslayar su existencia en vez de pensar en las posibles soluciones.
¿Comer como Dios manda e ir a ver al médico, al dentista o al nutriólogo? Esas son costumbres extrañas, de otro planeta. O una ilusión parecida a la posibilidad de vivir en un hogar techado lleno de amor y comer tres veces al día. Lo natural para esos niños es estar enfermo o drogado para no sentir la enfermedad y el hambre.
Nacen cientos cada segundo. Viven miles en alcantarillas en condiciones insalubres y muy agresivas para cualquier ser humano. No saben si amanecerán y hay quienes confunden la noche con el día debido a que viven en la penumbra permanente. Huyen de las ayudas humanitarias porque las equiparan a la autoridad paternal que los llevó a ese estado. Sobreviven entre la basura. Y para subsistir a veces tienen que imitar a los animales.
¿Será difícil propiciar para los niños de la calle una vida digna, educación escolar y formación moral? Por los resultados deberíamos decir que sí. Sin embargo, no debiera serlo porque existen instituciones dedicadas a combatir el problema, a rescatar a esos niños. “¿Y entonces?”, sería la pregunta lógica pero la más difícil de responder dado que en el medio se han detectado actitudes nocivas que van de la corrupción hasta la incompetencia. La corrupción incluye la explotación sexual y laboral e incluso el tráfico de órganos humanos. Y la incompetencia empieza cuando aparece la resignación.
Juan y Darío son seres muy parecidos. Nacieron el mismo día. Piensan y sienten lo mismo. La madre de Darío es maestra de la universidad pública del Estado. Juan nació en el hospital de la Institución. Tuvo buen peso y fue visitado por la familia de los padres. No son una familia de burgueses potentados, no, pero entre todos juntaron regalos y arreglos florales que hicieron del cuarto del Hospital Universitario un espacio lleno de colores y aromas, combinación que Darío percibió en el momento que fue llevado a los brazos de su madre.
Fue un parto natural sin complicaciones. Los padres y el resto de la familia están agradecidos con el nuevo integrante de la familia. Cuando Darío abrió los ojos y aunque todavía no distinguía figuras y colores, se encontró en los brazos de su madre y bajo las miradas y sonrisas amorosas de varios familiares.
En la planeación digamos que obsesiva de sus padres, el colegio donde asistirá el nuevo miembro ya ha sido escogido. También quiénes serán sus maestros, cuáles sus compañeros, qué deportes practicará y con quién comenzará sus primeras experiencias formativas. Todo está escrito en el carnet de su vida gracias a que sus padres decidieron su futuro que incluye su formación.
El cuarto donde crecerá está pintado de colores y formas que Darío habrá de memorizar. Los muebles de uno de los cuartos de la pequeña y coqueta casa que habita la familia, será el pequeño mundo de un niño lleno de cuidados y amor. Ahí comenzará a llenar su mente de conceptos y de enseñanzas que determinarán la clase de persona que será en el futuro: la religión que practicará, los buenos o malos momentos, los regaños y las alegrías. En ese pequeño espacio empezará a conocer el amor. Y llegado el momento pensará en formar una familia.
Juan no corrió con la misma suerte. Nació bajo un puente, sobre un cartón húmedo que contiene manchas de sangre coagulada y rastros de orina y placenta. Su madre murió durante el parto pero se encontraba bajo el influjo de los inhalantes por lo cual no sintió ningún dolor. Juan, el nuevo ser, quedó a expensas del padre, un joven de escasos 18 años que en una manifestación del instinto pudo mantener con vida a su hijo recién nacido y después, durante los primeros años, conseguirle su alimento. Y el niño logró sobrevivir en las condiciones más adversas.
El llanto del niño inquietaba al joven papá. Y un día a éste se le ocurrió hacer que su hijo inhalara lo que él olía. Descubrió que el niño dejó de llorar y sin habérselo propuesto introdujo a su bebé al mundo de los drogas baratas que así como embrutecen también “llenan” el vacío del estómago. Sin saberlo Juan se hizo adicto desde los 2 años de edad. El padre nunca tuvo noción de lo que había hecho. Para él lo importante era salvar a su hijo de las ratas y darle un espacio cuya humedad y pestilencia tenía la ventaja del rayo de sol que penetraba por alguna de las fisuras del concreto. Se hizo el milagro y Juan logró crecer, igual que lo hizo Darío aunque en condiciones distintas.
A los seis años Juan comienza la dura tarea de trabajar para poder adquirir comida e inhalantes. Pide dinero en las esquinas. Pero en el fondo de su corazón él no quiere dinero, lo que desea es amor. Lo expresa en las paredes pintando garabatos. Nadie lo entiende y nunca aprende a leer. No sabe distinguir qué está bien y qué está mal. Su instinto le permite vivir y esconderse de las autoridades que buscan niños para llevarlos al orfanato con la intención de educarlos y hacerlos productivos.
Pasa el tiempo y Juan aprende a ganar dinero. Un día junta veinte pesos y otro hasta cien pesos. Ya puede pagar su comida e incluso ayudar a otros, los pequeños que viven en las entrañas del puente donde él tiene su cuarto. Ahí cerca de las cloacas, del drenaje.
Juan necesita un poco de amor y buscándolo encuentra la solidaridad de una banda. Aprende todos los trucos para abrir en segundos automóviles de todo tipo y aumenta su capacidad para conseguir dinero. Ya puede comprar drogas más sofisticadas como la cocaína. Sube de estatus, aprende un poco de la vida y comparte sus experiencias con quienes lo rodean, sus amigos y cómplices.
Nunca supo lo que es el amor de madre. Tampoco escuchó el consejo preciso del padre ni sintió el cariño de la abuela o el cobijo de un primo o hermano. Su corazón ya no responde a esos impulsos. La inteligencia emocional es nula. Él no conoció ni aprendió a tener esos sentimientos. Sólo sabe defenderse, cuidarse las espaldas, buscar cómo conseguir comida para tres días. También aprendió a matar y a no tener remordimientos. No siente miedo a nada ni siquiera a un algo superior, mucho menos a las autoridades que para él son sólo los enemigos a los cuales hay que dar un alto porcentaje de sus ganancias. Están comprados y se hacen de la vista gorda.
Ya no hay remedio. Juan se formó en esa vida que lo es únicamente porque late su corazón.
Transcurren los años y un día Juan decide abrir un automóvil compacto que aún olía a nuevo, el mismo coche que recibió un joven recién graduado de la preparatoria. Cuando Juan abre el vehículo, el joven dueño se percata y se lanza sobre el ladrón para defender su posesión. Le reclama el acto. Lo reta a golpes. En el forcejeo Juan le introduce una navaja en el estómago. Repite la acción hasta 5 veces y después huye. Le habían dicho que nunca debería dejar herido a su víctima porque podría identificarlo. El joven queda herido de muerte. “¡Darío, Darío, despierta, no te mueras!”, le gritan sus amigos.
Son historias de todos los días, el gran problema del país. ¿Qué hacer? ¿Qué acciones tomar? ¿Cómo erradicar este fenómeno? Por supuesto, no evadiéndolo. Darle la vuelta es propiciar que algunos niños prefieran vivir en condiciones como las descritas con tal de no ser parte del abuso excesivo de los mismos familiares. Se rebelan contra la explotación, el maltrato y los abusos sexuales, pero no saben que ellos podrían ser los futuros Juan.
¿Por qué los niños de la calle huyen de la autoridad o de los grupos humanitarios? Pues porque para ellos el estar en casa o en alguna institución implica ingresar a un infierno igual o peor que vivir en las cloacas o en los cimientos de los puentes disputando el espacio con las ratas que allí se reproducen.
No hay de otra: se necesita regular de manera precisa el funcionamiento de los centros de readaptación infantil u orfanatos y crear albergues dignos donde acudan los ciudadanos interesados en adoptar a los niños de la calle. Sólo así tendrán un mejor futuro donde las leyes sean duras para quienes maltraten al menor o lo corrompan o lo exploten. Hay que tomar soluciones de fondo para erradicar éste que es un problema con un alarmante crecimiento.
“No les des dinero –diría Dios ya modernizado–, ayúdalos a conocer la dignidad de vivir.”