Y todavía sigues caminando...

Cada paso que das es un pacto silencioso con la muerte.
Un acuerdo firmado con los pies, no con la razón.
Porque el cuerpo siempre sabe, antes que el alma,
cuándo se está acercando al borde.
Y tú sigues.
Con el corazón latiendo como tambor de guerra,
avanzando sobre un terreno infame,
donde habitan animales ponzoñosos:
víboras venenosas que se enroscan en tus tobillos
y te susurran que no pasa nada,
que un trago más, una raya más, una aguja más
no harán la diferencia.
Pero sí la hacen.
Porque la diferencia entre consumo y adicción
es una sola dosis:
una inyección, una fumada, una excusa.
Un paso.
El último antes del salto mortal.
Y en ese descenso,
las piedras parecen hachas afiladas,
listas para abrirte en canal el arrepentimiento.
El lodo se hace espeso, putrefacto;
te traga, te abraza, te asfixia.
Las ramas con espinas desgarran la piel,
te arrancan los ojos para que no veas
en qué te has convertido.
Cada paso que diste creyendo huir del dolor
fue, en realidad, acercarte a su guarida.
Y cuando por fin caes,
no hay demonio esperándote.
Solo tú,
repleto de agujeros,
buscando un suelo que ya no existe.
Porque el precipicio no está allá afuera.
Está dentro.
Y lo llevas contigo cada vez que juras
que esta será la última vez.
Y todavía sigues caminando.