El eco de una vela rota

Réplica
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Y si el gobierno no lo entiende, será la historia quien lo juzgue...

Murió frente a su pueblo.

Frente a la música, la luz, las sonrisas de los niños y el calor de una ciudad que intentaba recordar que todavía había esperanza. Carlos Manzo fue asesinado en Uruapan, en el corazón de una fiesta. Pero antes de que el estruendo de las balas lo callara, abrazó a su hijo. Ese instante —tan breve, tan humano— contiene toda la tragedia de México.

Hay muertes que traspasan la estadística. No son números ni titulares: son grietas que se abren en la conciencia nacional. La imagen del alcalde abrazando a su pequeño antes del atentado circula ahora por millones de pantallas, repetida una y otra vez como una plegaria rota, como un recordatorio de lo que hemos perdido: la capacidad de asombro, el respeto por la vida, la fe en el Estado.

Carlos Manzo no murió solo. Lo acompañan en su caída todos los que confiaron en que la honestidad aún tenía cabida en la política. Lo acompañan los que creyeron que enfrentar al crimen organizado desde la decencia era posible. Lo acompañan los que, desde algún escritorio o patrulla, sabían que estaba amenazado y guardaron silencio. Porque la indiferencia también dispara, aunque no sostenga un arma.

En Michoacán, gobernar se ha vuelto una forma de martirio. Ser alcalde no es un privilegio, sino un desafío a la muerte. Manzo había denunciado amenazas y pidió ayuda al gobierno federal. No la obtuvo. Hoy su cuerpo yace como prueba de una omisión institucional que se repite en cada rincón del país: un Estado que responde con comunicados donde debería actuar con justicia.

Y sin embargo, su muerte no ha pasado desapercibida. El país entero la observa. Millones de ciudadanos, desde las grandes ciudades hasta los pueblos más olvidados, han visto su imagen, han escuchado su nombre y han sentido —aunque sea por un instante— ese nudo en la garganta que precede a la rabia. El mensaje ha sido religado en cada rincón del territorio: no hay seguridad, no hay garantías, no hay paz.

El gobierno podrá intentar diluirlo en promesas, conferencias o estadísticas manipuladas, pero la memoria digital no se borra. El asesinato de Carlos Manzo se quedará suspendido en la red como un recordatorio incómodo, un espejo que devuelve al poder su propio fracaso. Y si no hay respuestas contundentes, si no hay justicia visible, este crimen será otro clavo en el ataúd del prestigio gubernamental.

¿Será este el punto de quiebre? ¿El momento en que la sociedad entienda que la violencia política no es un asunto ajeno, sino una herida que atraviesa al país entero? ¿O volveremos a fingir normalidad hasta que otro funcionario, otro periodista, otro ciudadano caiga en circunstancias similares?

El abrazo entre padre e hijo, minutos antes del asesinato, debería bastar para romper la indiferencia. En esa imagen hay más verdad que en cualquier discurso oficial: el amor intentando sobrevivir en medio del terror, la inocencia enfrentando el ruido de las balas, la vida aferrándose a su última oportunidad de ser vista.

Quizá algún día entendamos que no basta con indignarse en redes ni con encender velas virtuales. Que el fuego verdadero es el que se enciende en la conciencia colectiva. Que la muerte de un hombre justo no debe pasar como un hecho más, sino como el punto donde el país decide si seguir hundiéndose en la costumbre o comenzar a luchar por su dignidad.

Esa noche, en Uruapan —tierra que mi abuelo representó como diputado constituyente en 1917— una vela se apagó.

Pero su eco arde todavía —en los ojos de su hijo, en el miedo del pueblo, en la vergüenza de un país que no puede proteger a sus valientes—.

Y si el gobierno no lo entiende, será la historia quien lo juzgue.

Miguel C. Manjarrez

Revista Réplica