El zombie de la pantalla puede apagarse, pero el zombie bioquímico sigue caminando por nuestras escuelas mientras jugamos a no ver...
En la era de las pantallas táctiles y los avatares digitales, los niños juegan a convertirse en zombies sin saber que el juego puede volverse realidad. Basta con un mal día, una compañía equivocada o la necesidad urgente de encajar, para que un joven cruce la línea que separa el simulador de la vida. Lo que no les hemos dicho, lo que muchos adultos siguen sin entender, es que las drogas no son un “escape”, son una trampa bioquímica que altera los cimientos del cerebro y lo arrastra, sin piedad, a un deterioro que difícilmente se revierte.
¿Dónde estamos fallando? En la raíz. Nos hemos convertido en expertos en apagar incendios sociales sin entender que la chispa se gesta en las aulas, en las casas, en los silencios no atendidos. Seguimos apostando a las campañas huecas y a los eslogans de ocasión, mientras los niños siguen sin saber qué hace la dopamina, cómo funciona la serotonina o qué ocurre cuando el glutamato se dispara sin control. Les hablamos de adicciones como si fueran conceptos morales, no como desajustes químicos que reprograman el sistema nervioso y secuestran la voluntad.
El cerebro humano es una orquesta de neurotransmisores que busca, a cada segundo, un equilibrio microscópico. El solo hecho de alimentarse mal puede desestabilizar esa armonía: baja el triptófano, cae la serotonina, se apaga la motivación. Ahora imagine, con brutal honestidad, lo que ocurre cuando se introduce una sustancia potente como las metanfetaminas. No estamos hablando de un pequeño desliz químico; estamos hablando de un misil directo al sistema de recompensa, una descarga artificial que desborda la dopamina y que deja al cerebro hambriento de un placer que nunca volverá a ser natural.
¿Quién les explica esto? ¿Quién les dice que el primer “toque” puede no ser la primera aventura, sino la primera condena? ¿Quién les habla, con claridad y sin adornos, de que muchos empiezan no por rebeldía, sino por dolor, por ansiedad, por la desgarradora necesidad de pertenecer?
El problema no es solo la droga, es la soledad. Es la falta de personal calificado en las escuelas que detecte, a tiempo, las fracturas emocionales. Es la ausencia de psicólogos capaces, no burócratas que llenan formatos para simular programas de prevención. Es la urgencia de formar orientadores reales, cercanos, humanos, que acompañen desde la niñez y no desde la estadística post mortem.
Los datos están ahí para quien quiera verlos, pero parece que seguimos jugando a no ver. En Estados Unidos, la ciencia lleva años advirtiendo que las metanfetaminas destruyen la estructura cerebral. La dopamina se dispara de forma artificial, el glutamato se desborda y las neuronas mueren como si fueran soldados en campo minado. El National Institute on Drug Abuse lo ha documentado con radiografías del desastre: pérdida de materia gris, reducción de la capacidad de sentir placer natural y riesgo de accidentes cerebrovasculares incluso en consumidores novatos. No es metáfora. Es neurodegeneración pura.
Pero ni siquiera hace falta llegar a las drogas para tambalearse. Comer mal ya desajusta los neurotransmisores y afecta la serotonina. Ahora súmele una droga sintética potente y lo que obtiene no es un “viaje”: es una demolición química, con boleto de ida.
El caso de Ryan, un adolescente estadounidense, es la cara humana de este desastre. Empezó con vapeadores, luego pastillas, luego metanfetaminas. La caída fue rápida y brutal. Un maestro —no un burócrata— detectó a tiempo los cambios y pudo salvarlo. Ryan sigue vivo, pero no salió ileso: la memoria dañada y las crisis de paranoia son ahora parte de su mochila.
En Escocia entendieron a tiempo lo que aquí seguimos ignorando. En 2014 había 228 alumnos que necesitaban ayuda por adicciones. Diez años después, la cifra se triplicó. ¿Qué hicieron ellos? Capacitaron a los maestros para detectar señales desde el aula. En Estados Unidos no se quedaron en discursos: lanzaron programas efectivos como “Keepin’ it REAL”, que enseña desde la primaria a resistir la presión social y a gestionar las emociones.
¿Y México? México sigue esperando encuestas que no llegan. La Encuesta Nacional de Salud Mental y Adicciones, que debería ayudarnos a entender la magnitud del problema, fue cancelada en 2024 y ahora está reservada bajo llave por cinco años. Mientras tanto, nos quedamos con cifras parciales de los Centros de Integración Juvenil, donde el 29 % de los usuarios declara consumir cannabis y un preocupante 35 % reporta uso de metanfetaminas. Esas son las cifras de quienes alcanzaron a pedir ayuda. El resto ni siquiera aparece en los registros.
La nueva ENCODAT 2025 promete incluir salud mental y consumo de fentanilo. Promete. Pero los resultados estarán listos —si no se cancelan— hasta finales de este año. Y mientras las autoridades organizan sus cronogramas, las drogas siguen ganando terreno. México sigue jugando a la prevención en PowerPoint.
No necesitamos inventar la rueda. México debería copiar ya los modelos que funcionan. Copiar sin vergüenza, pero con urgencia. Capacitar a los maestros como primeros detectores. Multiplicar psicólogos de campo, no burócratas de escritorio. Invertir en programas de prevención reales, no en conferencias de autoayuda.
Si queremos evitar que los niños de hoy se conviertan en los zombies de mañana, debemos empezar ya, en la raíz, no cuando el daño es irreversible. Porque el zombie de la pantalla puede apagarse. Pero el zombie bioquímico, el que ha sido reprogramado por las drogas, sigue caminando sin rumbo en nuestras calles, mientras nosotros seguimos jugando a no ver.