Hemos aprendido a iluminar sus paredes, a colgarlas de banderas y discursos, como si vivir ahí fuera normal...

Andrés Oppenheimer habla del pozo de la infelicidad global. Advierte que ningún país puede llamarse próspero si el crecimiento económico se concentra en pocas manos; si la corrupción erosiona el mérito; si la soledad se vende como modernidad; y si los gobiernos siguen midiendo bienestar con el PIB, como si la vida pudiera resumirse en una celda de Excel. Su análisis no es capricho: desde hace años, distintos organismos han mostrado que aumento económico no necesariamente implica mayor bienestar, y que los países con mayor felicidad suelen invertir más en educación emocional, cohesión social y salud mental.
En México conocemos ese pozo de memoria. Nacemos en él, crecemos en él y, a veces, lo heredamos como un segundo apellido. Mientras los discursos oficiales presumen “crecimientos históricos”, en la calle las familias siguen contando monedas para completar las tortillas. Nos prometen megaproyectos que traerán desarrollo, pero los hospitales continúan sin medicinas y la educación emocional —esa que Oppenheimer propone como antídoto— no aparece en los planes de estudio. Porque formar ciudadanos críticos y resilientes es más peligroso que moldear súbditos obedientes.
Salir del pozo implicaría cometer varias herejías. La primera: dejar de normalizar la corrupción, desterrar el mantra de que “el que no tranza no avanza”. No hay felicidad posible donde cada trámite exige una mordida, donde el mérito se sustituye por la palanca y donde la democracia es apenas un espectáculo programado cada seis años.
La segunda: medir lo que realmente importa. No cuántos millones entran o salen, sino cuántos niños ríen en las escuelas; cuántos jóvenes pueden soñar sin miedo a morir en la esquina; cuántos adultos mayores se sienten acompañados y útiles. En los países con mayor bienestar, esos indicadores pesan tanto como las exportaciones o los tratados comerciales.
La tercera: reconstruir comunidad. México es un mosaico de fiestas patronales, de vecinos que comparten tamales, de familias que hacen milagros con un salario. Pero también es un territorio fragmentado por la desconfianza y la violencia, donde han surgido muros invisibles que separan más que cualquier frontera. Sin comunidad no hay felicidad: solo sobrevivientes que aprenden a moverse en silencio.
Oppenheimer sostiene que el propósito da sentido. Entonces, ¿cuál es el propósito de México? ¿Seguir siendo potencia exportadora de aguacate? ¿Campeón mundial en corrupción? ¿Laboratorio eterno de promesas incumplidas? Tal vez el propósito sea algo más radical: vivir con dignidad, poner a las personas por encima de los caprichos del poder y reconocer que la verdadera riqueza de un país no es el dinero que acumula, sino la vida que permite.
El pozo existe. Lo sabemos. Pero también sabemos que no está vacío: lo hemos llenado de escaleras rotas, de intentos fallidos, de ilusiones políticas recicladas. La tarea no es cavar más profundo, sino construir una salida que no dependa de líderes iluminados ni discursos huecos, sino de la ciudadanía y su capacidad de exigir, de organizarse, de decir basta.
Porque lo verdaderamente inquietante no es que México esté en el pozo —eso lo sabíamos desde hace décadas—, sino que hemos aprendido a iluminar sus paredes, a colgarlas de banderas y discursos, como si vivir ahí fuera normal. Y quizá la primera señal de cambio sea atrevernos a apagar esas luces, mirar de frente la oscuridad y, por fin, comenzar a subir.