Un sistema alterno de salud

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En este país, la salud ya no depende de la Secretaría de Salud, sino de la caja registradora de las farmacias...

El Estado mexicano presume hospitales, planes de megacompra, discursos de “abasto garantizado” y la eterna promesa de que la salud es un derecho universal. Pero en la práctica cotidiana, el enfermo que tose en la vía pública, la madre que lleva al niño con fiebre o el adulto mayor con la presión desbordada saben que ese derecho se ejerce con billetes en mano, en la esquina de cualquier colonia: en el consultorio pegado a la farmacia.

Consultas rápidas, “precios simbólicos”, bata blanca de alquiler y una receta que casi siempre termina en la ventanilla de al lado. Ese es el nuevo rostro de la salud mexicana: un sistema alterno que creció al amparo de la urgencia, del desabasto, de la burocracia, y que hoy se levanta como un gigante invisible que nadie quiere nombrar, pero que todos usan.

El consultorio de la esquina

El modelo es simple y perverso: el paciente paga de setenta a cien pesos por una consulta breve, recibe una receta y, antes de que el miedo a la enfermedad se le enfríe, compra la caja de pastillas en la misma cadena. La salud se vende en combo: diagnóstico exprés y medicamento de mostrador, genérico o de patente, según el presupuesto.

Un estudio publicado en Salud Colectiva durante la pandemia describió a estos consultorios adyacentes como la primera puerta de entrada a la atención médica para millones de mexicanos, especialmente en barrios populares. Son accesibles e inmediatos, pero también superficiales: consultas cortas, infraestructura mínima y un médico que atiende bajo la presión de la venta. Es medicina bajo el reloj y bajo la caja registradora.

El negocio detrás de la salud

El precio “simbólico” de la consulta es apenas el anzuelo. El verdadero negocio está en la receta que canaliza al paciente hacia el mostrador: los laboratorios y las cadenas farmacéuticas multiplican sus ventas con este circuito privado que funciona como autopista de consumo.

Las cifras lo confirman: la industria farmacéutica mexicana factura cientos de miles de millones de pesos al año. Es un sector en expansión que, lejos de reducirse, se fortalece con cada caja vendida en esas farmacias. La consulta barata alimenta la venta cara.

No es exagerado decir que los laboratorios han encontrado en este modelo su mina de oro: un ejército de consultorios privados que actúan como promotores involuntarios de sus productos. El paciente compra, repite y regresa. La enfermedad se convierte en cliente.

La sombra del desabasto

En paralelo, el sistema público de salud batalla con lo de siempre: licitaciones fallidas, contratos retrasados, proveedores que acusan falta de pago, hospitales que denuncian desabasto. Y mientras los anaqueles públicos se vacían, el mostrador privado se mantiene surtido.

Aquí surge la sospecha inevitable: ¿los laboratorios y distribuidores priorizan el canal privado por encima de las compras públicas? Nadie lo confiesa, pero la lógica del mercado es evidente. En el sector privado la venta es inmediata, al contado, sin litigios burocráticos ni facturas pendientes; en el público, los contratos se eternizan y el pago puede demorarse meses. ¿Dónde pondría usted sus medicinas si fuera un empresario farmacéutico?

No hay pruebas documentales de una desviación intencional. No existen facturas que confirmen que lo que debía llegar a un hospital terminó en la farmacia de la esquina. Pero hay indicios suficientes para sospechar que el sistema alterno absorbe parte de la energía logística y comercial que debería sostener al sistema estatal. Y eso, en sí mismo, es un fracaso político.

La salud como mercancía

El fenómeno merece llamarse por su nombre: privatización silenciosa. La salud pública se escurre entre los dedos del Estado y se refugia en cadenas de farmacias que operan como un mercado paralelo. Y no es un fenómeno marginal: según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT), millones de mexicanos acuden más a estos consultorios que a los centros de salud gubernamentales.

Se ha creado un nuevo ecosistema: médicos mal pagados en consultorios improvisados, pacientes resignados a pagar lo que sea por no esperar semanas, farmacéuticas celebrando balances con cifras verdes y un gobierno que se refugia en discursos mientras pierde terreno en la realidad.

El dilema ético

¿Qué significa que la salud se venda al menudeo en la tienda de la esquina? Significa que el derecho constitucional se ha degradado a mercancía; que la enfermedad ya no se atiende como problema social, sino como oportunidad de negocio.

El consultorio junto a la farmacia es la metáfora de nuestro tiempo: barato, rápido, útil… pero también superficial, dependiente del consumo y profundamente desigual. Porque quien puede pagar lo obtiene, y quien no, se resigna al desabasto público.

El Estado eclipsado

En este país, la salud ya no depende de la Secretaría de Salud, sino de la caja registradora de las farmacias. Se ha levantado un sistema alterno: eficiente para la lógica del mercado, rentable para los laboratorios, funcional para las cadenas, pero precario y peligroso para la justicia social.

El gobierno puede seguir anunciando megacompras y programas, pero mientras los consultorios privados sigan siendo la primera opción de millones, el Estado será apenas un actor secundario en su propia obra. Y la salud, ese derecho que debería ser intocable, seguirá vendiéndose en la esquina, a precio simbólico… pero con ganancias descomunales.

Miguel C. Manjarrez

Revista Réplica