La brigada terminal (Capítulo 18) El escándalo

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Capítulo 18

El escándalo

Carlos Liceaga, “el kamikase de la prensa” como le decían sus compañeros, estaba frente a la casa del director de su periódico. Parecía un guardián haciendo su rondín. Llevaba media hora recorriendo la acera de una esquina a otra. Quería hablar a solas con su jefe pero no se animaba a intentarlo. Su indecisión le indujo a conversar consigo mismo para darse ánimo: “Es muy temprano y me va a mandar al carajo. Mejor lo espero a que salga. No –se animó–; me vale, tocaré la puerta y me anuncio. Total si me corre me llevo la información a otro periódico”.

Envalentonado por sus disquisiciones sobre la bomba informativa que traía entre manos, cruzó la calle, se acercó al portón y oprimió el timbre como lo hubiera hecho cualquiera de los miles de vendedores aboneros que antaño recorrían las colonias clase medieras del Distrito Federal: más con fe que por convicción.

         –¿Quién es? –preguntó una voz por el intercomunicador…

         –Soy Carlos Liceaga, reportero de El Matutino, y vengo a saludar al señor Manuel Sánchez Rocha…

         –¿Tiene cita?

         –Trabajo con él. Dígale que me urge verlo…

         Cinco minutos después un impulso eléctrico abrió la puerta y la misma voz del intercomunicador le ordenó: –¡Pásele!, el señor lo recibirá.

         Ya dentro de la casa, Liceaga empezó a sentir la presión del poder. Las indagaciones que había hecho podrían cambiar su vida para, si bien le iba, entrar a las primeras planas o, si le fallaba su intuición, volverse un apestado y enemigo de las mafias, lo cual lo ubicaría en el umbral del martirologio. “Espero estar en lo cierto y que Sánchez Rocha sea un hombre honesto, ético. Pero si me equivoco…”

         –¿Qué diablos te pasa muchacho? –espetó el director del periódico sorprendiendo al inoportuno visitante, y sin darle tiempo a responder agregó–: espero que tu asunto sea muy importante, tanto como para que hayas venido a mi casa…

         Liceaga quiso hablar pero los nervios le provocaron un nudo en la garganta. Tragó saliva y con voz insegura respondió:

–Disculpe que venga a su casa señor, pero lo que estoy investigando sólo usted puede saberlo. –Sánchez dejó ver en su rostro la curiosidad del periodista, expresión que animó a Carlos a poner énfasis a sus palabras: Jefe, traigo un tema delicado; se trata de una de las variantes del narcotráfico, la guerra por el poder…

         –Eso es un tema muy trillado, compañero, tanto que lo han manejado casi todos los medios.

         –Esto no señor director. La guerra a que me refiero involucra al ejército y a las mafias rusa y colombiana…

Sánchez Rocha levantó la ceja para mostrar su incredulidad. Vació en su taza de café el contenido de dos sobres de azúcar sintética. Agitó la infusión y sin ningún recato miró los zapatos de Liceaga impulsado por la costumbre de analizar a las personas por el tipo de calzado que usaban. Después levantó la vista para recorrer la vestimenta de Carlos como pudiera hacerlo cualquier antropólogo social que siempre busca pistas que le ayuden a enriquecer los estudios sobre el comportamiento de la sociedad urbana. La revisión paró al encontrarse con los ojos del visitante.

–Eso si que está interesante –le dijo en tono irónico. Te escucho y espero que haya valido la pena tu interrupción a mi ritual matutino.

         Como Carlos estaba preparado para la incredulidad de su jefe, no le hizo mella la entonación burlona de Sánchez Rocha. Se quedó callado esperando que se retirara la mucama que servía el café. Una vez solos empezó a informarle los puntos principales de su reportaje y lo que había hecho desde que se supo de las muertes de maleantes provocadas por los celulares explosivos. Hizo un recuento en el que incluyó lo que había investigado a través de sus contactos con las organizaciones que reclutaban jóvenes para entrenarlos y ofrecerles la oportunidad de ascender de estatus en el mundo de la delincuencia. Cuando llegó a explicar la teoría del caballo de Troya el director del periódico se levantó del sillón como si hubiese sido impulsado por un resorte:

         –Espérate, muchacho: lo que me acabas de decir ¿lo soñaste, te lo dijo María Sabina o te lo platicó algún mariguano?

         –Ni lo soñé ni me lo platicaron. Es producto de mis investigaciones y de los informes de fuentes confiables…

         –¿Los narcos, el ejército, San Judas Tadeo?

         –Entiendo sus dudas, jefe. Igual me ocurrió a mi cuando empecé a armar el rompecabezas. Créame que mis informes son de buena fuente y además los he cruzado para comprobar su veracidad.

         –¿Qué fuentes?

         –Me acojo a sus consejos, director. Como usted lo ha dicho y lo repite sin cesar, no debemos decir de dónde proviene nuestra información delicada y menos aún quiénes son los informantes…

         –Ya me chingaste mano. Pero cuando menos dame un parámetro de certeza del uno al diez…

         –Nueve.

         –¡Sírvanme otro café, por el amor de Dios! –gritó Sánchez Rocha. ¡E igual para el compañero! –dijo en el mismo tono para que lo escuchara la sirvienta. ¿Tienes algo escrito?

         –Si jefe, vea usted estas cuartillas del reportaje dividido en tres partes –respondió Liceaga alargando el brazo para entregar su trabajo.

         El director del periódico encendió un cigarrillo arrellanándose en el sillón para leerlas y meditar las consecuencias periodísticas, políticas y jurídicas de cada uno de los apartados. Los datos coincidían con los hechos ocurridos en los últimos dos meses: ejecuciones, vendettas, secuestros, asaltos a prisiones, bombas tipo terrorista, enfrentamientos entre narcotraficantes, crímenes perpetrados por los “maras”, derribos de helicópteros policíacos, aprehensiones masivas y operativos paramilitares en algunas fugas o rescates de reos.

         –¿Estás seguro de que hay exmilitares involucrados?

         –Tan seguro como que antes de entrar a verlo me temblaban las corvas de miedo y nervios… Omití sus nombres para no abrir frentes contra los que ni usted ni yo tenemos protección.

         Sánchez Rocha sonrió y se paró para volver a sentarse en el sillón de su escritorio. Hurgó entre los papeles hasta que tuvo en las manos la libreta donde guardaba nombres, teléfonos y direcciones de amigos e informantes. Tomó nota de los datos que buscaba apuntándolos en una tarjeta impersonal. Regresó a la sala de la biblioteca y le dijo a Carlos Liceaga:

         –Vamos a publicar tu reportaje. Pero lo haremos poco a poco para atemperar el escándalo que se va a armar ya que pondremos a todos los medios a trabajar basándose en lo que tú escribas. Para ello necesito que antes complementes la información con dos o tres entrevistas. –Es este momento Sánchez Rocha mostró la faceta que le había ganado amigos en el medio: la solidaridad periodística. –Juan Hidalgo te puede ayudar –dijo paternalmente–; el tipo es un exmilitar e investigador muy capaz, y además es mi amigo. Lo llamaré para decirle que tú lo buscarás. Pero prepara bien lo que vayas a decirle y no le comentes nada de lo que ya sabes; hazle creer que es tu primera relación con el tema y que trabajas el asunto de acuerdo con mis instrucciones. En otras palabras Carlos: navega con bandera de pendejo o de lo contrario se hará realidad tu apodo, lo de kamikase. Además; debes pedirle su anuencia para grabarlo y así cubrirte cuando publiques lo que él te quiera decir. Que te vea como un aliado, pues. Y sugiérele que te dé algún consejo, además de que te proporcione los nombres de dos o más personas que puedan opinar sobre el tema. Y no permitas que te atrape con su estilo inquisitivo. En esta tarjeta escribí algunos datos de su perfil –agregó retomando la actitud de liderazgo que le había ganado respeto–; también sus números telefónicos incluido el de su celular. Llámalo en dos días para que me des tiempo de localizarlo y recomendarte con él para que te reciba sin reticencias. Mientras pule el trabajo e incluye algo que provoque la curiosidad de la competencia. No pierdas de vista que éste es un caso en que, para empezar, tendremos que denunciar el pecado y después armar un extraordinario escándalo.

         En ese momento Liceaga sintió el peso de la responsabilidad periodística. Sólo alcanzaba a asentir con la cabeza agitándola como si quisiera aprovechar esos movimientos para acomodar y organizar las ideas que bullían dentro de su cerebro.

–¡Ah! –agregó Sánchez Rocha–, y no te quiero ver en el periódico mientras que pones en orden tu reportaje. Que nadie se entere de lo que haces ¡eh! Le diré a tu jefe que te yo mandé fuera del Distrito Federal a tratar un asunto de mi incumbencia. Aunque le sorprenda no preguntará nada ni te buscará. Así que manos a la obra y llámame a mi celular cuantas veces sea necesario. Si necesitas dinero vienes a la casa y se lo pides a mi mujer. Nada más no te excedas y tampoco te olvides de justificar lo que gastes. Antes de irte anótame el rol de tus actividades para estar al tanto de lo que haces y atento a tus llamadas. Que no haya dudas ni preocupaciones, compañero. Y cuando me llames evita hablar sobre el tema e inventa lo que se te ocurra. Después yo te diré lo que debes hacer.

Carlos salió de la casa del director de El Matutino con una preocupación adicional: aparte de pensar y analizar cada uno de sus pasos ahora tenía encima la responsabilidad de quedar bien con su jefe, uno de los periodistas más profesionales de México. –En menudo lío te has metido Carlos –musitó al mirar el reflejo de su rostro en el cristal de su automóvil: quería encontrar consuelo en sus propias palabras.

Hola monsieur, benvenuti signore … Síganme per favore –dijo Silvestre, el mesero preferido de Simón Rocafuerte. ¿Qué milagro monsieur? Ya tenía tiempo de que no nos hacía el favore de acompañarnos en este mangeoire donde el placer de su gaumen es nuestro objetivo…

         –Te presento al señor Juan Hidalgo, Silvestre. Es mi socio en algunos negocios. Cuando venga atiéndelo como si fuera yo. Además –agregó Rocafuerte riéndose por la travesura que haría–, es muy espléndido con las propinas.

         El capitán de meseros se retiró después de usar su repertorio de idiomas para dar la bienvenida a sus clientes, palabras con las cuales había creado una especie de un dialecto casi siempre agradable a los oídos de cualquier buen gourmet. Así, Rocafuerte y Juan Hidalgo quedaron solos y lejos de los oídos indiscretos.

–Me enteré del salario de los ex miembros de las fuerzas especiales que trabajan para Matosa –dijo Rocafuerte después de hacer el ritual del vino y saborear el Petrus que le había dejado Silvestre–: ¡40 mil dólares!, Juan. Con ese dinero pueden darse lujos que ni tú ni yo nos damos.

         –En mi caso puede ser, pero en el tuyo estás exagerando Simón. La botella que pediste vale mil euros en el mercado y aquí cuesta más...

–Es el dinero mejor invertido, Juan, porque el vino nos prepara la ruta que habrá de llevarnos al Olimpo. Bueno pero ése es otro cantar. Te invité a este lugar para que disfrutemos de una agradable comida y para ponernos al día.

–Qué bueno porque debes saber que me tomé la libertad de hacer las ofertas correspondientes –acotó Hidalgo. Algunas superan los 40 mil dólares. De ahí que de todos los que he contactado hayan respondido bien, actitud que nos deja ver que la ambición domina la voluntad del hombre. Y a propósito: ¿quién te informó de lo que ganan los sicarios?

         –Ya me esperaba la pregunta y a ti no puedo engañarte, Juan: me lo dijo uno de mis ayudantes. Algo percibió porque sin que le preguntara me confió que él fue integrante de los grupos de elite del ejército y compañero de algunos de los gafes que reclutaron los capos de la droga. E incluso habló de ti; me dijo que tú habías sido su jefe…

         –¿No le habrás dicho que me conoces, o sí?

         –Obviamente no. Hasta la pregunta ofende mi querido Juan. Sin embargo, al tipo debe haberle llegado algún comentario sobre lo que pasa en el medio. Por ello, por la confianza y el compromiso laboral que nos une hizo la referencia tangencial. Se llama Roberto Damián López…

         –Ya sé quién es. Efectivamente lo conocí en las fuerzas especiales. Y si no ha cambiado puedes confiar en el tipo. Pero no le digas nada de lo que hacemos. Es mejor que no sepa nada para que a través de él sepamos cómo va nuestro proyecto: si acaso hay filtraciones seguramente te hará un comentario. Ahora si me permites te pongo al tanto.

         –Soy todo oídos.

         Juan Hidalgo hizo una síntesis de lo avanzado. Pero omitió algunos datos debido a la inesperada presencia física de un gafe en la seguridad de Rocafuerte. Lo que se calló le serviría para comprobar la eficacia de los candados que deberían impedir fugas de información del plan que tenía una semana de haberse iniciado.

–Nunca imaginé el poder que tendríamos, Lauro ­–dijo Ángela cuyo rostro empezaba a mostrar las huellas de la edad. En una semana de iniciado el operativo ya han muerto más de veinte personas.

La información que fue publicada en El Matutino, de la autoría de Carlos Liceaga – el kamikaze de la prensa–  mismo que se convertiría en el periodista más leído, comentado, criticado, desmentido, referido y entrevistado, habría causado un escándalo internacional.

El equipo que conformaba la Brigada Terminal, comenzó a inquietarse y buscó a Juan Hidalgo para una reunión urgente.

Después de varios mensajes cifrados, la brigada y su aliado lograron establecer un lugar para reunirse, la cabaña del ex militar Hidalgo. Acudan todos, fue la respuesta. Así lo hicieron. No se volvió a saber más sobre los integrantes de La Brigada Terminal.

Los capos continuaron extinguiéndose. La prensa publicaba a ocho columnas las masacres, todas atribuidas a la lucha por el poder entre los grupos criminales.

Quedaron pocos de los grandes capos de la droga. 

Los sicarios jóvenes tomarían el control de la estructura que quedaba sin jefe, se multiplicarían sin la misma fuerza operativa y económica, pero con un modo de actuar sanguinario y cruel.

La Brigada Terminal habría logrado su principal objetivo, reducir el crimen callejero y acabar con las cabezas de la delincuencia organizada. Hasta que…

El Diálogo

 

Buenas noches soy Juan Hidalgo, busco al Secretario Ramiro Valverde, me está esperando – informó a la secretaria quien iba de salida–.

Claro, pase, ya conoce el camino, buenas noches, – respondió la bella fémina–.

Al abrir la puerta de la elegante oficina, con incrustaciones de oro y marfil en las maderas preciosas, con el tufo que da el coñac y el puro, se dirigió al escritorio del fondo, donde lo esperaba con una mirada fija el poderoso secretario de gobernación de México.

–Adelante Hidalgo, disculpa la hora. Estamos solos y no hay pájaros en los alambres. Con este aparato chino – sacó una especie de radio del cajón– nadie puede grabar lo que aquí se diga. Espero que me sorprendas con algo importante.

–Así será señor, La Brigada Terminal está off, nadie los va a extrañar, todos se encontraban  enfermos, en etapa terminal. Fueron excelentes colaboradores, sin saberlo. Nos ayudaron a terminar con los cárteles enemigos, prácticamente solo queda el del viejo.

El secretario de gobernación levantó las cejas.

–Pinche viejo– irrumpe en la conversación el poderoso servidor de la patria– me costó trabajo sacarlo de la sombra para que lo agarren o acaben con él. Sabes que le debemos mucho.

Continúa el informe del ex militar.

–Estoy consciente de que es el mero jefe.

–No exageres cabrón– espetó el secretario con una carcajada estridente– digamos que es el mecenas de prácticamente toda la clase política del país. Y eso me hace ser el hombre más informado y por ende intocable. No presumo, solo te lo digo a ti que eres mi sicario.

–¿Sicario? – palideció Hidalgo.

–Es un pequeño chistorete– ¿Tiene alguna información El Matutino? ¿Algo que nos comprometa?

–No señor, conocen los hechos, pero no quiénes fueron los responsables de la estrategia. Vamos, no saben la existencia de una estrategia.

–Aunque–, balbuceó Hidalgo.

–Aunque qué– con un tono agresivo pero amable, respondió Valverde–

–Existe un DVD que entregó post mortem Ibanbuengortia a Rocafuerte, el cual contiene la estrategia de la brigada. Lo recuperé y destruí.

–Lo destruiste– espetó Valverde– Me lleva la chingada– ¿Es el único?– preguntó.

–Señor– respondió Hidalgo con un tono de voz entrecortado– Era un grupo compacto y paranoico por lo que supongo, era la única copia.

–¿Supones? – gritó el influyente político. – Con el dedo índice de la mano izquierda, como si se tratara de un arma, comenzó a aleccionar a su cómplice subordinado.

–Hidalgo, te veo nervioso y dubitativo– jamás te había visto así. Ni cuando me ayudaste a prescindir del 01. Necesito información clara. Validemos nuestra amistad y lealtad fraternal. Investiga todos los cabos sueltos y no permitas que se salga de control este asunto.

–Delo por hecho, señor.

–Me pongo en contacto contigo. Dame buenas noticias lo más pronto posible. No deseo estar nervioso, pues no suelo estarlo. Esas debilidades del hombre no van conmigo.

Hidalgo salió de las oficinas gubernamentales, subió a su auto compacto, de esos que utilizan los espías para pasar desapercibidos, vehículos comunes de colores comunes.

Ramiro Valverde había ordenado seguir a su persona de confianza.

Hidalgo se percató de la orden que tomaría como una traición. Llamó inmediatamente vía Whatsapp a Roberto Damián López– una forma segura de comunicación– supuso.

–Adelante– contestó Roberto.

–Beto, lleva la copia al kamikaze, urgente.

En ese momento, Hidalgo sintió un golpe a su auto compacto, impulso que lo estrellaría contra el antiguo muro de una casona del siglo XVI de la colonia Cuauhtémoc. El peso y la velocidad secundada con el tumbaburros de la Suburban negra con un blindaje nivel VII, desprenderían a Hidalgo de su alma y conciencia de manera inmediata. Las vísceras de aquel cuerpo inerte se fusionarían con el ladrillo gastado que habría quedado expuesto después de tan tremendo golpe, testigo del último aliento de aquel complicado hombre.

Valverde llamó inmediatamente a Manuel Sánchez Rocha.

–Amigo– le dijo con tono firme el hombre más poderoso de México– habla el Secretario de Gobernación, su amigo, es una llamada muy rápida, ha sido desconectado por un par de minutos el ojo que todo lo mira, el oído que todo lo escucha, es momento de retribuir aquel favor de hace algunos años, recibirás un disco DVD, su inmediata destrucción será el pago de aquel compromiso que salvó a su medio y el prestigio de su familia. – Sin escuchar ninguna respuesta, el político colgó el teléfono.

El director de El Matutino se quedó en la sala de su casa con la mirada perdida en el fuego de la chimenea, las llamas se convirtieron en un espectáculo estremecedor para el comunicador, miró en ellas las siluetas de los demonios que llegarían a cobrar aquel favor que lo salvó del escarnio público y de la deshonra de su familia.

Al día siguiente la vida siguió su curso, sin algún escándalo que manchara el plumaje blanco del secretario más poderoso de la política contemporánea del siglo XX y XXI.

Nada Cambió…

FIN

Alejandro C. Manjarrez