Si la sociedad normaliza esas patologías, si aplaude la soberbia, si calla frente al abuso, el virus del poder ya no está solo en el líder: se ha contagiado en todos...
Hay líderes que nacen con carisma, otros que lo ensayan frente al espejo con unos asesores detrás, y unos más que lo compran con dinero público. Pero lo que todos tienen en común, tarde o temprano, es el riesgo de enfermarse. No del cuerpo, sino del alma. No por contagio externo, sino por un virus que habita en los pasillos del poder: las patologías del liderazgo.
Porque liderar, aunque muchos lo crean un don, es también una carga. El liderazgo no se mide solo por los aplausos, sino por la forma en que el ego sobrevive —o se pudre— bajo el peso del privilegio. Y no todos lo resisten.
La transformación del líder: de servidor a déspota
El poder comienza como responsabilidad y termina, muchas veces, como obsesión. Al principio, el líder escucha, consulta, duda. Pero con el tiempo —y el eco interminable de los síes— se convence de que es especial. Que está por encima. Que el cargo no le fue dado por un sistema, sino por la historia. Y entonces cambia.
Ya no lidera: manda.
Ya no representa: encarna.
Ya no sirve: exige.
Es ahí cuando aparecen las primeras señales clínicas.
Síndrome del Mesías
Esta es la primera de las patologías del liderazgo. El individuo empieza a creer que tiene una misión redentora. Habla de “limpiar”, “transformar”, “salvar”, “liberar”. Pero no desde la humildad, sino desde el pedestal. El Mesías político o empresarial ve enemigos por todas partes y, como todo iluminado, está dispuesto a sacrificar la realidad por su visión.
Este líder no busca resultados, sino fe. No quiere ser evaluado, sino venerado. El disenso se convierte en traición y la crítica en herejía.
Paranoia estratégica
En este estado, el líder sospecha de todos, menos de sí mismo. Rodeado de leales —o de aquellos que fingen serlo para sobrevivir— comienza a pensar que nadie está a su altura. Desconfía de sus colaboradores, pero también del sistema, de los expertos, de la prensa y, en última instancia, del pueblo que alguna vez lo eligió.
Esta paranoia lo lleva a aislarse, a crear realidades alternativas, a justificar errores con teorías de conspiración. Termina atrincherado en su narrativa, mientras afuera la casa arde.
Narcisismo instrumental
Aquí el liderazgo ya no es servicio, sino espejo. El líder no busca el bien común, sino su propio reflejo amplificado. Habla de logros, pero todos llevan su firma. Usa a las personas como piezas intercambiables: sirven mientras lo hagan brillar.
Las decisiones se toman con base en el impacto que tendrán en su imagen, no en su eficacia. Y lo más peligroso: se rodea de aduladores, no de expertos. Porque al narcisista no le interesa tener razón, sino parecer infalible.
Ceguera moral
Finalmente, el líder enfermo pierde el sentido de lo correcto. No distingue entre lo legal y lo ético, entre el poder y el abuso. Se convence de que sus fines justifican cualquier medio, y de que su “grandeza” lo exime de rendir cuentas.
En este estado, puede justificar el espionaje, la represión, el despilfarro o el nepotismo. Porque él no es como los demás: es el elegido, el imprescindible, el único.
Y así, sin sangre visible, sin heridas abiertas, las instituciones empiezan a descomponerse desde la cabeza.
¿Cómo se cura un liderazgo enfermo?
No con discursos ni con aplausos, sino con límites. Con rendición de cuentas. Con alternancia. Con ciudadanos que no se arrodillen frente al carisma, sino que exijan resultados. Porque si algo nos ha enseñado la historia es que los líderes no se autorregulan. Cuando se enferman, hay que recordarles —o en algunos casos, obligarlos a recordar— que no son eternos, ni perfectos, ni inmunes.
El problema no es el poder. El problema es lo que el poder revela. Y si no construimos liderazgos sanos, el precio lo paga siempre el más débil: el que no tiene voz, el que no sale en las fotos, el que no entra en las reuniones.
El que obedece, mientras el líder se desmorona en su propio delirio.
Y lo más grave: si la sociedad normaliza esas patologías, si aplaude la soberbia, si calla frente al abuso, el virus del poder ya no está solo en el líder: se ha contagiado en todos.